Opinión

El ‘fudi’ celtibérico

El 'fudi' celtibérico
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La Real Academia de la Lengua ha estado muy viva para incorporar las novedades usuales del castellano en 17 páginas. Así, se recogen términos tan actuales como confinamiento o finde, y tan imprescindibles como berlanguiano, pero no ha canonizado a los foodies. Tal vez porque haya que llamarlos fudis en chipén.

Si alguien pregunta quién es el fudi autóctono y sus atributos (racismos aparte), debe buscar un híbrido del personaje épico llamado Negro del Whatsapp y del mítico torero Luis Miguel Dominguín que cuando hacía una faena que no fuera de aliño, se iba enseguida… ¡A contarlo!

El Espasa de nuestro héroe gastronómico tiene un centenar de caracteres con sujeto, el ego del personaje, el verbo de dos infinitivos british, el predicado de las sentencias de este juez cibernético de pacotilla. Seguramente se habrá olvidado que hablar o cortejar es algo diferente a un reality. Comer, beber es algo tan natural que acumular estrellas como las chinchetas de un piloto de aviación choca con la gracia de vagabundear por los restaurantes. Desde luego, al que acude nuestro profeta fudi es la palestra donde
muy altanero ronea en tiempos de chulería gastro.

Siempre las historias del fudi o comilón bloguero son largas, duras y hay que contarlas: un fudi sin redes sociales es como un restaurante sin clientes o una cárcel sin políticos. A nuestro fudi se le ve venir cuando va con el cuento de si puede llevar el vino al restaurante; o le extorsiona al propietario ajustándole el precio de la manduca (estos los serios), e incluso se aventura a proponer al patrón que le haría el honor de aparecer por su negocio si éste no les pasa la dolorosa. Esta pauta empieza a ser habitual y su fuerza radica en la que han perdido los críticos gastronómicos con carnet en mano. Todo fudi lleva un avieso escritor culinario sin obra dentro de sus tarjetas de visita en el móvil.

El fudi tampoco es un comilón. Le gusta más estar a la última y hablar del nuevo tabanco en un mercado o una casa de comidas con lista de reñida espera de quince días. De hecho, no se suele ver a esta fauna en lugares de cierta solera donde los maîtres de chaquetilla los identifican como aventureros sin rumbo. Les delata la verborrea que se gastan, que incluye desde lo healthy al sobado descriptor canalla después de Sacha.

Para esta fauna, mutación de los ochenteros yupis y los más recientes hipsters, a lomos de patinete coquinario, es esencial todo lo que contenga el palabro ‘gastro’, caso del gastrobar, gastromarketing, gastroinfluencer, o el inefable término comidista y el circense cuchillo al aire. La lista incluye napar, cronut o scrunch y otros vocablos epatantes. Single food no es una agencia matrimonial y la insoportable levedad del ser se llama slow food.

Cuentan que la estrella más repetida en Instagram es yummy, esto es delicioso o delish. También les adorna una retahíla de anglicismos como la insondable dark kitchen o la poco confesable porn food, que alimentan el esnobismo de los que reniegan del cocido en favor de lo veggie. De puro postureo se han olvidado de su otrora admirada cocina (con) fusión.

Mejor es lo detox y la carta de vinos de garaje. La capa que todo lo tapa es el lenguaje hueco de estos personajes que se sonríen mientras fotografían plato tras plato a ser posible con colorín y poca salsa. Uf, salvo que haya kimchi, mucho aguacate de Alfredo Amestoy, aceite de coco o el wakame del camarero tatuado. Bueno, triple salto mortal, algunos son real fooders. La tortilla de patatas será virtual…

Este nuevo ser que se aposenta en los restaurantes a la velocidad de un hortera sin chaqueta en Horcher trae consecuencias imprevisibles. La más común es la feroz crítica en Tripadvisor, algunos antes incluso de terminar la comida… No como el genial Berlanga y sus paellas corales, sino como un chiripifláutico Louis de Funes. Tal vez haya que poner el detector fudi en el ambigú de los restaurantes y sospechar de estos inspectores de calcetines de colores, gafas de pasta y ametralladora en el móvil.

Andrés Sánchez Magro es magistrado titular del juzgado número 2 de Madrid y crítico de vinos y restaurantes en varios medios. Como buen aficionado a la gastronomía, huye de modas pasajeras y de esos cursis anglicismos que empachan Instagram.