Programas de televisión, libros, canales de YouTube y miles de páginas en internet. La marihuana conquista la gastronomía de medio mundo, y más tras la legalización en países como Uruguay, Canadá o parte de EE.UU. En España, la situación sigue siendo complicada, incluso para aquellos cuyas enfermedades podrían tratarse de forma positiva con cannabis. Esta es la historia de una de esas personas -y de su cocina-.
Errores y malas noticias
Julia dejó de llorar un 18 de febrero. El último que la vio romperse fue su hermano Carlos, quien esperó en el coche el tiempo que duró una entrevista de trabajo para después acompañarla al médico, donde fue a recoger los resultados de su control anual. Allí le dijeron que tenían malas noticias: el cáncer había regresado por tercera vez. Ella solo pensó en la peluca que dormía en el armario desde el 2015. Tocaba sacarla de nuevo, y la presión que eso suponía era tan grande que no pudo hablar en todo el camino. Su hermano trataba de consolarla, pero lloraba tanto como Julia. Y peor fue encontrarse en casa con Eva, la hija, y decirle que todo empezaba otra vez mientras ella gritaba que no, que no podía ser, que otra vez a ellos no les podía tocar eso. “¿Por qué a ti, mamá? ¿Por qué? ¿Hemos hecho algo mal?» , le preguntaba a Julia. Y la madre, recogiendo lo poco que quedaba de sí misma, le explicó a la hija que estas cosas pasan. Aunque no era a Eva a quien quería convencer.
“¿Que he hecho mal?”, se preguntó toda la noche, con la hija dormida a su lado en el sofá.
“¿En qué me equivoqué?”. Y así, sin poder mostrarle al mundo que había perdido toda esperanza, Julia comenzó a cocinar con marihuana.

A fuego lento
La cocina de Julia es pequeña y alargada. Al final hay una terraza que da al patio común, donde descansan los instrumentos de limpieza, la basura y las rosas que Eva deja secar por costumbre. “Suena a reflexión trascendental, pero siempre hay alguna flor secándose”, dice Julia mientras saca un bowl, una bandeja de calabaza, un litro de leche, dos tarros, uno con sal y otro con azúcar, algo de perejil, una jarra de agua y un plato con mantequilla ‘de marihuana’.
Siempre tiene esta mantequilla ‘especial’ en la nevera, preparada por ella misma para acompañar desayunos, meriendas y platos de todo tipo. Deja una olla sobre la vitrocerámica, cargada de agua, y comienza a echar los trozos de calabaza en el interior. “La crema de calabaza y marihuana es de lo más sencillo. No recuerdo cuál fue la primera cosa que cociné con ‘maría’, pero estoy segura de que ésta fue una de las primeras. También hice un brownie, y tuve que tirarlo todo porque se me quemó y parecía una enorme costra psicodélica. La crema me salió bien, eso seguro. Por eso pensé que debía formar parte del menú de hoy. Es una forma de acertar cien por cien”.
La calabaza se está cociendo en la olla. Julia retira una silla y se sienta a mirar la ‘puesta en escena’. Lleva un delantal negro en el que pone ‘si esperas que cocine, estás jodido’. Se seca las manos, suspira y recoge la bolsa de marihuana que hay sobre la encimera. “Espero que te guste. He cogido índica pura; la idea no es pillarse un ciego. Vamos, mi idea no es pillarme un ciego. De hecho, antes del cáncer y el desastre emocional, había probado el hachís con amigos en una fiesta cuando tenía 16 años -gran error, ya que acabé vomitando como una loca y abrazada al wáter media noche-, pero nada más. No entendía el uso ‘recreativo’ de la droga, aunque tampoco me parecía mal. Simplemente lo descarté porque me sentaba fatal. Así que aterricé en este mundo casi virgen, con una mala experiencia detrás y buscando algo diferente: mientras los demás querían reírse, yo perseguía un hueco, un rincón dentro de mi cabeza, en el que sentir por un momento que las cosas iban bien. Yo sólo deseaba alejarme del dolor”.
La idea de cocinar con marihuana la sacó de YouTube. Luego vinieron los libros, los programas y las asociaciones con las que comparte recetas y trucos. La cara de Eva fue un poema cuando le dijo que quería cocinar con ‘maría’: “le dije que lo mirase por el lado bueno; sería la madre más cojonuda de todo el instituto. A mí me hubiese alucinado escuchar algo así”. Pero Eva pensó que a su madre se le había ido de las manos. Llamó a Carlos, su tío, y le contó lo que ocurría. Aquella tarde se reunieron los tres y Julia tuvo que explicarles que, de alguna forma, sentía que no era ella. Les habló de un vacío enorme que algunas veces se instala en el pecho y te arrastra, como una espiral infinita, y al final te encuentras tú, solo, llorando todo el tiempo, sin que nada pueda consolarte. Eligió las palabras con cuidado, para no hacer daño a su hija. Y de pronto, pisando de puntillas para evitarle el dolor a Eva, la madre se dio cuenta de lo mayor que se había hecho en cinco minutos, desde que comenzó la conversación hasta llegar al punto en el que estaban. Y fue ella quien lloró, quien se lanzó sobre su hija y su hermano para decirles que se moría, que aquel año, o tal vez el siguiente, sería su “último año en la tierra”. No había nada más. Llevaba toda la vida pensando que no había nada más. Y ahora, muerta de miedo, necesitaba recorrer ese camino sin dar explicaciones. La hija y el hermano no volvieron a decir nada del tema. Ya sólo faltaba encontrar a alguien que le vendiese lo que ella quería. Y aquí es donde entra A. B.
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A mil años luz de ella (Parte II)
*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 40, febrero 2019.
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