Gastro

Cómo nuestra ideología afecta a lo que nos gusta comer

Que levanten la mano los vegetarianos de derechas. Los votantes de izquierdas que no dejan propina al camarero. Militantes independentistas que rebañarían el plato en un restaurante con bandera de España. Mileuristas que lapidarían el sueldo en un Estrella Michelin. Y ahora, que la bajen quienes hayan mentido.

Cuenta la leyenda que los entresijos políticos de nuestro país se dirimen en el palco del Bernabéu, pero los tratos se cierran durante largas sobremesas en los reservados de los restaurantes. Nunca antes del postre, sería de mala educación. Muchos políticos chocan espaldas en las tabernas castizas de los alrededores del Congreso de los Diputados, pero luego cada partido tiene su propia cámara de los secretos. Aquella donde el camarero no escucha, o no quiere escuchar. Decía el estadista francés Charles Maurice de Talleyrand, anfitrión de lo más fastuoso, que las negociaciones requerían buenos cocineros más que buenos diplomáticos. Hay tanta información en los modales de mesa como en el borrador de un decreto ley.

Comer siempre es más que comer. Porque la gastronomía constituye una disciplina inmensa. A medio camino entre la ciencia y el arte, generalmente se suele vincular al ocio, pero no podemos olvidar sus amplias connotaciones sociales. Influye en la economía, en el medio ambiente y, por descontado, también en la política.

Como el resto de comportamientos cotidianos–la ropa que vestimos, el transporte que elegimos–, comunica un estilo de vida y evidencia una parte de nuestra ideología. ¿Acaso alguien ecologista no tiene más probabilidades de votar a la izquierda? ¿Y un aficionado a los toros a la derecha? ¿Quiere esto decir que la casquería es para los conservadores y el ceviche para los progresistas? ¿Que la mariscada se reserva para las clases pudientes y el almuerzo está pensado para las populares?

Aunque los contratos de confidencialidad son estrictos en Moncloa, conocemos que Mariano Rajoy era muy de lentejas con chorizo, mientras que a Pedro Sánchez le pierden los platos cosmopolitas. Es absurdo hacer de las preferencias culinarias un estereotipo político y, sin embargo, se prodigan las encuestas que ponen en relación los hábitos con el voto. “Múltiples estudios en Estados Unidos analizan estas diferencias entre conservadores y progresistas, desde las bebidas predilectas –los demócratas son más de cerveza, los republicanos optan por el bourbon–, hasta los deportes – los demócratas eligen el baloncesto, los republicanos sintonizan el fútbol americano–”, explica Xavier Peytibi, consultor de comunicación política en Ideograma. También se conoce que los demócratas disfrutan con los videojuegos, tienen gatos y han visto Juego de Tronos, pero nos estamos desviando del tema.

No va tanto de gustos como de coherencia. Cuando consumimos productos de proximidad para reducir el impacto ambiental, estamos haciendo política; cuando elegimos un alimento pensando en el bienestar animal, también; e incluso si le dejamos propina al camarero, de alguna manera nos posicionamos. “Tras el menú de un restaurante o la compra de un producto hay una larga cadena de actores con un impacto específico en el entorno. Ser o no consciente de esto y actuar en consecuencia habla, sin duda, de nuestra sensibilidad política”, opina Emiliano García, concejal de Turismo e Internacionalización, y famoso hostelero en Valencia. Más que un sesgo de derecha-izquierda, constituye una toma de responsabilidad.

Cócteles de estereotipos ambidiestros

Cuando Yolanda Díaz reconoció su vegetarianismo, en realidad estaba saliendo en defensa de Alberto Garzón, cuyas críticas hacia la industria cárnica española, y en concreto hacia las macrogranjas, reverberaron a principios del año pasado. ¿Acaso los vegetarianos de derechas son una leyenda urbana? Una encuesta de Gallup de 2018 indica que los progresistas son 2,5 veces más propensos a ser veganos que los conservadores, y 5,5 veces más a ser vegetarianos. En el ámbito nacional, un estudio de la Universidad de Granada señalaba, hace apenas un año, que las personas más progresistas se comprometen mejor con la dieta sin carne, puesto que preconizan causas como el bienestar animal o la igualdad alimentaria.

La vicepresidenta del Gobierno ha sugerido recientemente que se limiten los precios de la cesta de la compra, de forma que todas las familias puedan acceder a los productos. Otras líneas de actuación del Ejecutivo son mejorar las dietas en colegios o residencias. “Por norma general, las políticas de izquierdas son más intervencionistas, también en materia de alimentación, a sabiendas de que puede suponer una razón de voto para su electorado”, subraya Álex Comes, politólogo al frente de la agencia de comunicación La Base. También se condena con mayor severidad, en términos de imagen, la exhibición de una vida opulenta. “Aunque de la ultra austeridad sobre los políticos y, en general, las personas de izquierdas no tiene lógica. Evidentemente, lo que no puedes hacer es predicar una cosa y luego hacer otra, pero más allá de eso, ¿cuál es el problema?”, plantea.

De hecho, parece más cuestionable comer en un restaurante donde los precios son tan bajos como los salarios, y por ende, no favorecen la dignificación del sector. Imaginemos que el menú es delicioso, pero el dueño habla a gritos a los trabajadores, ¿nos apetece esperar hasta el postre? “Tratar mal al camarero no sólo habla de conciencia de clase: es una falta de educación a todos los niveles. Afortunadamente, la sala está cada vez más profesionalizada y ya no se aceptan esas actitudes denigrantes”, considera Emiliano García. Hablando de camareros, una encuesta del CIS de 2019 indica que la mayoría es de izquierdas. “También, según el CIS, puede que sus jefas y jefes sean más de derechas, no tanto por el sector profesional al que pertenecen, sino por el rango económico”, anota Peytibi.

La organización profesional Hostelería de España, que fue especialmente crítica con la gestión gubernamental durante la pandemia de la COVID-19, y, en cambio, ensalzó las medidas liberales de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, rehusaba participar en este reportaje al considerar que determinadas cuestiones políticas exceden la representatividad oficial como sector. “Esto no significa que los hosteleros, por norma general, sean más de derechas. Si durante esta grave crisis mundial hubiese liderado un gobierno de diferente signo político, las críticas habría sido parecidas, porque en estos casos suele predominar el interés personal por encima de las afinidades políticas”, valora Álex Comes, zanjando el determinismo sociológico.

Nidos de rojos y guaridas de fachas

El desaparecido Chez Lyon, junto a la plaza del Ayuntamiento de Valencia, fue un restaurante emblemático, donde era posible coincidir con tantos políticos locales como periodistas alrededor. Sin embargo, pocos secretos trascendieron de sus manteles. En el muy recomendable Comimos y bebimos: notas de cocina y vida, Ignacio Peyró menciona otros restaurantes madrileños que constituyeron refugios de partidos políticos durante una determinada época. A día de hoy, son lugares de consenso El Rincón de Esteban, clásico castellano en Santa Catalina, o El Qüenco de Pepa, última visita de Jill Biden en la capital. “Es cierto que solemos recibir autoridades, pero jamás nos fijamos en otra cosa que la satisfacción culinaria”, responde con diplomacia Mila Nieto, la mitad del proyecto junto a Pepa Muñoz.

La discreción se valora mucho más que la profusión. Desde el punto de vista del marketing, ¿es buena idea que un hostelero se signifique políticamente? “Nunca, aunque es un error que yo cometo con frecuencia. Como me gustan la historia y la actualidad, acabo saltando en redes sociales, porque no estoy nada de acuerdo con el discurso asimilado por buena parte de la sociedad”, se pronuncia Francis Paniego, chef del restaurante Marqués de Riscal (3*). Afirma que cuando él ejerce de comensal, no suele tener en cuenta el credo. “Aunque sepa cómo piensan los dueños de un restaurante, nunca dejaría de ir o lo elegiría en función del sesgo político. Es como dejar de admirar la obra de Picasso porque era misógino. Eso de clasificarlo todo entre izquierdas y derechas me parece anticuado”, reivindica.

En cambio, no tienen remilgos en mojarse ni en Casa Pepe ni en El Cangrejo, dos bares de Ciudad Real que compiten por ser los más franquistas de nuestro país. En el primero, responden al teléfono al grito de “Arriba España”, mientras que en el segundo, presumen de un cuadro de los golpistas del 23-F. En los medios de comunicación también se ha hablado mucho de Chen Xiangwei, más conocido como ‘el chino facha de Usera’, un barrio donde el 30% de residentes ha nacido fuera de España, pero el 15% votó a Vox en 2019. Los establecimientos ‘temáticos’ perviven, a pesar de que la Ley de la Memoria Histórica establece que escudos, insignias o placas en exaltación del levantamiento militar, la Guerra Civil o la represión de la dictadura deben ser “retiradas de edificios o espacios públicos”.

Y entonces viene la pregunta, ¿qué es un espacio público? En 2014, la justicia ratificó la confiscación de 107 herriko tabernas (en euskera, “taberna del pueblo”), aunque en este caso, se consideró probado que algunas ayudaron a financiar a la organización terrorista ETA. Existen otros espacios de reunión para simpatizantes de corrientes ideológicas, sólo que en versión más soft. Por ejemplo, se come muy bien en La Barraqueta, Ateneu Independentista de la Vila de Gràcia. Y por distintas ciudades se han prodigado bares anarquistas, sin licencia ni TPV que valga, donde se paga a voluntad. Así que, ¿hay alguna diferencia entre reunirse con quienes comparten tu signo político, a hacerlo en función de tu condición sexual o procedencia cultural?

Mientras la pregunta flota en el aire, una lectura conductual al respecto. “Cada vez conocemos más la historia de los establecimientos que visitamos: el año de fundación, la tradición familiar, el guiso característico, los proveedores con los que trabajan… Y como en todos los ámbitos de la vida, nos movemos por referentes, eligiendo aquellos con los que nos sentimos más identificados”, considera García. “Lo vemos más en lugares de ocio –pensemos en una sala de conciertos–, cuando se favorecen las relaciones intergrupales”, añade Comes. O lo que vendría a ser lo mismo: personas con gustos parecidos frecuentan establecimientos similares. Y es que, también en la jungla social, salimos en busca de nuestra especie.

Comer podría cambiar el mundo

La científica británica Daphne Duval, de la Agencia de Salud Pública de Inglaterra, afirma que lo que comemos “tiene más impacto que lo que votamos”. Esta idea también se recoge en el ensayo Ciudades hambrientas, de Carolyn Steel, que habla de cómo la cultura de la alimentación moldea nuestra sociedad, impactando directamente en ámbitos tan diversos como el desarrollo urbanístico, la educación, la sanidad o el asociacionismo civil. “La gastronomía tiene en la sostenibilidad una enorme oportunidad para aportar valor a toda la cadena y transformar el mundo”, reivindica Emiliano García, quien además añade: “Como le escuché a la filósofa valenciana Adela Cortina, la ética es rentable. Está claro que la empresa no puede ser desinteresada, su primer interés es la cuenta de resultados, pero no el único”.

Aplíquese el mantra al restaurante. Francis Paniego lo hace, aunque recuerda que la sostenibilidad va más allá de lo ambiental –pasa, por ejemplo, por la gestión de equipos– e invita a reflexionar sobre “qué es de verdad sostenible”. ¿Se acuerdan del tópico del vegetariano de izquierdas? “Una característica de la cocina española es el uso de la casquería, que no sólo preserva una tradición gastronómica, sino que es un ejercicio de aprovechamiento del animal”, argumenta. El discurso pro ganadería va más allá: el chef suele trabajar con pastores de proximidad, porque es un modo de fomentar el mundo rural y el cuidado forestal. “Muchas personas militan el veganismo sin valorar estos aspectos”, lamenta. Y es que, más allá de importar aguacates, elaborar queso “puede ser un acto revolucionario”.

En lo más minúsculo, en la más trivial: allí hay política. Puede que sesgo de clase, o tal vez identificación cultural. Va a resultar que esta romántica debilidad humana de comer alberga más fortalezas de las esperadas y puede derrocar imperios.

Escenarios capitalinos

Taberna Casa Maravillas: Alberto Núñez Feijoo e Isabel Díaz Ayuso compartieron aquí mantel y torrija con dos cucharrillas. Jorge Juan, 54.
La Posada del León de Oro: aquí se celebró una de las pocas comidas pasadas como gastos en dietas de Más Madrid por valor de 1808 euros. Cava Baja, 12.
Beker 6: Santiago Abascal llevó a Alfonso Fernández Mañueco a comer, entre otros platos, una hamburguesa. Hermanos Bécquer, 6.
Casa Labra: Fue el escenario de la fundación
del PSOE de Pablo Iglesias. Tetúan, 12