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Así es el culto japonés a la máquina expendedora

Una fiebre relacionada con la pasión por las tiendas de alimentación ‘konbini’.

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El metro de Tokio está plagado de pantallas. Ofrecen pasatiempos, recomendaciones para los viajeros y mucha, mucha publicidad. Entre colores chillones y gesticulaciones imposibles, un anuncio se impone. Muestra a un par de fontaneros que, tras un duro día de trabajo, paran a descansar en su rincón favorito. Un lugar apacible, en el que suelen compartir risas, confesiones y anécdotas. Una esquina compuesta por la amable sombra de un árbol, un banco y una máquina de bebidas. Pero, al llegar, la máquina ha desaparecido. Vemos el abatimiento en el rostro de uno de ellos.

Como en todo buen spot, el conflicto se resuelve rápido: la máquina estaba siendo reparada y ya están colocando otra, más moderna, pero igual de acogedora. Ah, y de su interior sale Tommy Lee Jones. Se trata de una campaña de la marca de café en lata BOSS, número uno de este producto en todo Japón. Aunque parezca demasiada coincidencia, lo cierto es que su logo, la silueta de un malhumorado señor mayor que fuma en pipa, no tiene inspiración directa en el serio rostro de la estrella de No es país para viejos.

No obstante, Tommy Lee Jones lleva desde 2006 apareciendo en sus anuncios, con un registro mucho más demente del que acostumbra. Cuando sostiene una lata de BOSS se convierte en un alienígena capaz de lanzar rayos por los ojos, hablar con perros o volar por los aires. El actor de Men in black es un enamorado de la cultura japonesa desde sus estudios en Harvard, donde ya manifestaba su amor por las pinturas de Hokusai o el arte del kabuki. Con estos ingredientes, solo era cuestión de tiempo que acabase en el interior de uno de los símbolos favoritos de sus gentes. La máquina expendedora.

Calderilla para unirlos a todos

Según datos de la Asociación de Fabricantes de Sistemas Expendedores de Japón, a principios de 2023 había más de cuatro millones de máquinas expendedoras. Un estudio del mismo organismo sentencia que, si bien Estados Unidos ocupa el primer lugar del planeta en cifras absolutas, Japón tiene “la tasa de penetración más alta del mundo según su población y superficie terrestre”. Aproximadamente, existe uno de estos aparatos por cada veintitrés personas. Y no solo se encuentran en núcleos urbanos. Estos mecanismos abundan en las áreas rurales. Hasta el monte Fuji, con sus 3.776 metros de altura, recibe a los viajeros que llegan a su cima con unas Coca-Colas frías. Lo que en España es poner un bar, en Japón se traduce como colocar una máquina.

Las razones de este triunfo son numerosas. Las hay prácticas y evidentes. La cultura del vending reduce costes. En un país cuya población envejece a gran velocidad, en el que es difícil encontrar mano de obra, estos aparatos son eficaces sustitutos del ser humano. La criminalidad es bajísima, rara vez se vandalizan o se intentan robar. Su sociedad sigue basando las interacciones comerciales diarias en el efectivo, es bastante habitual que no se acepte el pago con tarjeta, lo que hace que siempre se lleven unos yenes en el bolsillo. La densidad de población aumenta considerablemente el precio de los alquileres, así que es más fácil disponer de unos metros cuadrados para almacenar botellas que de todo un espacio para un local.

La cultura del vending

La fiebre que despiertan las máquinas expendedoras está estrechamente relacionada con la pasión por los konbini, adaptación del término inglés convinience store, pequeñas tiendas de alimentación como Seven Eleven que triunfan en el país. Paradójicamente, los japoneses son grandes enemigos de comer por la calle. Si ven a un japonés comiendo un bocadillo mientras camina, pidan un deseo. No es difícil que sus habitantes más ancianos regañen al turista despistado que pasea mirando el móvil mientras devora una bola de arroz. Así, los productos adquiridos en las máquinas no se suelen comer en el metro, en el cercanías, o camino al trabajo. Lo más normal es, si no se quiere esperar a llegar a casa, hacerlo en sus inmediaciones. Como mostraba el anuncio de BOSS, es frecuente encontrar bancos o reducidas áreas cercanas designadas para el descanso, en el que se puede aprovechar para beber y comer.

O quizás todo tenga que ver con el secreto mejor guardado de Japón: la ausencia de papeleras. Cualquier turista que haya pasado unos días en el país puede dar testimonio de ello. La limpieza de sus calles corresponde a una cultura impensable en occidente. Cada individuo se hace responsable de la basura que genera, manteniéndola consigo hasta que es capaz de deshacerse de ella, normalmente reciclándola como es debido. Esta actitud, sumada a una peculiar visión de la seguridad nacional (en 1995 el metro de Tokio sufrió un atentado químico con gas sarín, calculadamente situado en sus papeleras, eliminadas desde entonces), hace dificilísimo toparse con recipientes en los que arrojar desechos. Pero no imposible: las máquinas de bebida o comida cuentan siempre con unos cubos contiguos, en ocasiones integrados en su misma estructura, en los que poder depositar envases.

El auténtico pozo de los deseos

Aunque el té, el café o los refrescos sean los productos estrella, la oferta es inabarcable. La industria del vending es tan competitiva, y los permisos tan sencillos de conseguir, que los japoneses son capaces de vender cualquier cosa a través de este mecanismo. Dispensadores de zumo de naranja o de helados se agolpan junto a otros que ofrecen salsa Sriracha, fruta fresca o ropa interior femenina. En Akihabara, el barrio de Tokio dedicado al manga, los videojuegos y el coleccionismo, muchas tiendas venden sus últimas novedades en máquinas a la entrada. En la estación del teleférico de la región de Hakone, los niños se agolpan frente a enormes aparatos que venden trenes de juguete a cambio de monedas.

Existe incluso un primo cercano de la máquina expendedora, llamado gashapon, que engloba un fenómeno propio. Fabricados por la marca Bandai, los gashapones son figuritas coleccionables encerradas en bolas de plástico, como aquellas que te compraban tus padres cuando parabais a merendar en un bar de carretera. Sin embargo, estas cuentan con dos grandes diferencias. Los mecanismos que las dispensan son fácilmente reconocibles. Son pequeños, blancos o naranjas y están apilados en interminables filas. Y la variedad de productos es devastadora. Las más normales albergan personajes de anime (Pokémon, One Piece, Naruto…), animalillos adorables, llaveros o pendientes. Otras, se vuelven más y más locas, pudiendo llegar a tener forma de patata frita, torso desnudo de hombre o instrumentos de cocina. Hay máquinas de gashapon que, al introducir una moneda, devuelven… ¡máquinas de gashapon pequeñitas!

Palomitas en Shibuya, bichos comestibles en Shinjuku, ramen en Shimokitasawa. Tabaco, condones o entradas para el cine. Los universos de Doraemon, Digimon o Ghost in the Shell incluyen referencias a máquinas expendedoras. Millones de posibilidades, que crecen día tras día, sostenidas por un ejército de hombres y mujeres que se encargan de reponer y prestar atención a estos humildes monumentos al gasto. ¿Es contagiable esta forma de entender el consumo? Bueno, en la estación de autobuses de Asturias había, hasta hace poco, una máquina en la que comprar cachopos. Quizás en unos años estemos lo suficientemente preparados como para que Tommy Lee Jones nos visite.