El fernet nació como un amargo medicinal en el norte de Italia, pero encontró su verdadero hogar a más de 11.000 kilómetros de distancia, en la calidez contradictoria de las barras, las veredas y las reuniones familiares argentinas. Lo que comenzó como un digestivo de boticario cruzó el océano con la inmigración italiana y se transformó, con el tiempo, en uno de los símbolos líquidos más poderosos de la identidad popular argentina.
Hoy el fernet con cola no solo es un trago: es un rito. Una forma de brindar, de esperar, de pertenecer. Argentina es, de hecho, el mayor consumidor mundial de esta bebida nacida en Milán, superando incluso a su país de origen. Y si hay un epicentro de esta pasión, ese es sin dudas Córdoba, donde el fernet se toma con una devoción casi litúrgica, acompañado de hielo y proporciones discutidas (siempre sujetas a debate regional).
Del boticario al boliche
Las raíces del fernet se remontan al siglo XIX, cuando los monjes y farmacéuticos italianos maceraban hierbas amargas como la mirra, la manzanilla, el azafrán o el cardamomo en alcohol para crear tónicos digestivos. Fue en esa época cuando nació Fernet-Branca, la etiqueta más reconocida, en un laboratorio milanés. Pero el paso clave en esta historia ocurrió cuando miles de italianos cruzaron el Atlántico hacia Argentina, llevando consigo valijas llenas de memorias, recetas y costumbres.
Con el tiempo, aquel licor oscuro que servía para “asentar el estómago” se mezcló con cola, se volvió social y ganó una segunda vida como trago nacional no oficial. No hay fiesta popular, asado ni previa sin que aparezca una botella de fernet. El fernet es de todos, pero la forma más folclórica de beberlo es cortando una botella de plástico por la mitad y llenándola de fernet y cola y añadiendo un par de cubitos de hielo. Se sirve sin pretensiones y siempre se comparte.
Un sabor con carácter
Pocos tragos generan tanta división: quien lo ama, lo defiende a capa y espada. Quien no, lo encuentra incomprensiblemente amargo. Esa dualidad es parte de su magia. El fernet no se adapta al gusto; exige que uno se adapte a él. Y quizá por eso, ha calado tan hondo en la cultura argentina, como símbolo de identidad, de resistencia a lo uniforme, de gusto adquirido que se hereda más que se elige.
A lo largo de los años, marcas nacionales como 1882 o Vittone se sumaron al fenómeno local, pero Fernet-Branca sigue siendo el nombre emblemático. En una jugada que pocos imaginaron, la empresa abrió en 1941 una planta en Buenos Aires, que hoy produce exclusivamente para el mercado argentino.
Fernet en clave siglo XXI
Hoy el fernet busca nuevos territorios. En los bares de autor empieza a aparecer reinterpretado en cócteles que lo cruzan con café, cítricos o espumantes. Pero más allá de los experimentos, el trago clásico fernet con cola, hielo, vaso largo sigue siendo intocable. En su simplicidad está su fuerza.
No se puede entender el fernet sin entender a la Argentina: mezcla de herencias, resiliencia, ironía, intensidad. Una bebida con historia, con carácter y, sobre todo, con pueblo.
Porque sí: el fernet es italiano, pero el alma es argentina.