Opinión

Así eran los bares underground de los 90

Así eran los bares underground de los 90
Foto: Pexels

Remontarnos treinta años atrás es un ejercicio de antropología tabernaria. Bar, cantina, tasca, garito, hábitat natural de tantos seres en el correr del tiempo, iluminaban el mundo. Allí se forjaban amistades eternas, batallas inminentes, intrigas y amoríos.

El buen camarero era cómplice de sus clientes con desiguales resultados, confidente y confesor estoico. Dios sabe que intentaba estar a la altura de las circunstancias, incluso cuando no llevábamos razón. Paciente, discreto, sabía escuchar. En los últimos meses ha abandonado la barra y se ha disparado la venta de ansiolíticos y antidepresivos, hay más casos de locura y suicidios, los libros de autoayuda se han agotado, así como todo tipo de espiritualidad en conserva.

Fondeábamos exigiendo una tregua, un descanso merecido y un aperitivo con sonrisa, un tequila o un cóctel con palabra de aliento que nos salvara el día. Otras veces sólo queríamos pasar desapercibidos. Allí en lo alto, subidos en nuestra atalaya, oteábamos el horizonte, bajábamos las aceitunas con una cerveza, incontestable forma de felicidad. Él también entendía el lenguaje de los gestos, sabía a qué atenerse y cuándo.

Caminamos con prisa y distancia, la contaminación se pega al paladar. Parece la ciudad amable y tramposa de siempre, pero no es la misma. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, decía Heráclito. Todo cambia, unas veces de manera imperceptible, otras bruscamente y sin avisar. Hoy la barra está vacía, ni siquiera la lluvia plomiza anima a refugiarse en ella.

Más allá de catástrofes sanitarias, económicas y sociales, vivimos bajo una vigilia irreal, un sueño extraño del que no despertamos. La angustia nos gobierna mientras nos damos cuenta de que hace unos meses éramos felices. Ocultos tras la mascarilla, apenas reconocemos al vecino, inaccesibles y apendejados.

Bajo la Corredera Baja en dirección a la plaza, a paso lento, no hay necesidad de agotarse. Frente al lateral de la Iglesia de San Antonio de los Alemanes, una larga fila de indigentes espera las bondades de la beneficencia. Aquellas Canciones de la Inocencia y la Experiencia de Willian Blake: “Madre querida, madre querida, la iglesia es fría, y la taberna es grata, placentera y tibia…”.

Un vacío se concentra en el estómago. Sin bullicio, ni gente a la que sortear, una tensa calma precede a la tormenta. Un coche de policía llama la atención a un viandante, no lleva mascarilla ni zapatos. Si Pegaso volara sobre nosotros, no le daríamos importancia. Todo es sospechoso, incluso las hojas secas al caer o las ráfagas de viento húmedo. Batalla aséptica y paranoica.

El cielo de Malasaña se abre en un azul añil, el cielo de Madrid, palpitante y lleno. Nunca lo vi tan triste. Desde que las fuerzas napoleónicas reprimieran la indignación popular y los insurrectos provocaran a navajazos la guerra de la Independencia, estas calles se convirtieron en territorio inquieto y rebelde. Han resistido embestidas, se ha vertido mucha sangre a lo largo de los años. Aquí donde el movimiento no cesa, aquí donde suceden las historias, los fantasmas campan a sus anchas.

Continúo por Velarde hacia Dos de Mayo. En una esquina leo una pintada, aún fresca: “Cuando recuperemos los bares, recuperaremos la libertad”.
Hasta bien entrado el siglo XXI, éramos aves nocturnas, siempre dispuestas al encuentro fortuito y la aventura. Ahora todo es homogéneo y formal. Los locales salen de revistas de decoración, correctamente diseñados, persiguen tendencias irreprochables, pero de una perfección vacía, sin carácter.

No quedan bares de los de antes. El precio de los alquileres y la gentrificación los ha ido domesticando, no se arriesga ni en estilo ni en propuesta. Las franquicias avanzan cuando faltan las ideas. Sin identidad, todas las ciudades se parecen. Ir sobre seguro supone el final del arte, porque la perfección no existe, sólo juego, error y trabajo. El canalleo ha dado paso a una onda hípster diurna, mansa y melancólica, aunque igual ya me hice viejo.

Caimán Montalbán es propietario de La Catrina Cantina Mezcalería (Corredera Alta de San Pablo, 13, Madrid) y autor de ‘Bar’, célebre novela underground de los años 90 que ahora acaba de ser reeditada por Harkonnen Books.