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Un tesoro gastronómico en Málaga donde probar cocinas del mundo

El lujoso hotel Finca Cortesin es también un gran destino gastronómico en el que descubrir cocinas tan diversas como la de Lutz Bösing, Luis Olarra o Andrea Tumbarello. A buen entendedor pocas palabras bastan.
Finca Cortesin - Málaga

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Un camino de carreteras sinuosas que da la espalda al mar –no hay que temer porque lo hace para luego mirarlo de frente– desemboca en Finca Cortesin (Casares, Málaga). Al llegar se abre un gran patio andaluz con su fuente, sus adoquines y sus enredaderas. Dentro impresiona la altura de los techos, de cuatro metros, y los muebles recuperados de antiguos palacios o conventos, que aportan al espacio una sensación de acogida instantánea. Se podría hablar largo y tendido de sus 67 suites, de sus cuatro largas piscinas, de su spa de 2.200 m² que cuenta incluso con cabina de nieve, del campo de golf de 18 hoyos o del beachclub. Pero no, porque pocas cosas hay tan placenteras como saciar ese apetito gourmand que impregna el ADN, y en esta fortaleza del lujo y del buen gusto saben hacer muy felices a todos aquellos que determinan la calidad de un hotel por la calidad de sus restaurantes. Por ello, es de ley zambullirse en su oferta gastronómica de alto nivel que parte de lo local y más cercano, para mezclarse con lo mejor de Centroeuropa, Italia y Japón. 

Hierro y azulejos

El jazmín, las glicinias y las rosas, que en esta época del año florecen, marcan el camino hasta El Jardín de Lutz donde oficia Lutz Bösing. ¿Y quién es él? Él es un talentoso cocinero proveniente de Aquisgrán, una ciudad alemana muy cercana a Bélgica y Países Bajos, que hace más de 30 años llegó a España y ya no se fue. Primero paró en emblemáticos lugares como el hostal La Gavina (S’Agaró, Girona) o el hotel La Bobadilla (Loja, Granada) para, al final, terminar en este rincón al abrigo de las montañas de Casares. Alejado de las luces y las listas, se ha convertido en un chef de culto que quien le conoce se enamora y le sigue allá donde esté. 

Su estilo no se puede encontrar en ningún otro sitio, con ese toque centroeuropeo y todo su clasicismo, esos matices agridulces y el uso de vegetales de punto amargo que tanto se estilan por allí arriba. Toque que, en este caso, se mezcla con los productos y sabores locales. Un claro ejemplo es ese bogavante al ajillo con huevo frito y patatas, al que le ralla ostra helada para darle un toque umami, o la sopa agripicante de pescado y marisco con hojas de lima. El universo carnívoro es el suyo y lo demuestra con la pechuga de pintada con salsa de colmenillas, bimi y puré de patatas, el chateaubriand de solomillo de buey con salsa bearnesa o las Königsberger Klopse, albóndigas de ternera blanca con salsa de alcaparras.

A medida que avanza el año y van llegando los meses más calurosos, la terraza, al abrigo de olivos centenarios, va recibiendo cada vez más comensales que prefieren cenar al raso mientras ven el sol ponerse en el horizonte. A veces incluso se planta en el jardín una banda de música que le da más romanticismo al momento. Aunque el exterior tiene mucho encanto, el interior lo que tiene es personalidad, con un comedor que es un reflejo de lo que es el Jardín de Lutz: lámparas holandesas de hierro que conviven con azulejos y cerámica andaluza. Una mezcla de elementos y estilos que son los de Bösing y que casan a la perfección, sin esfuerzo y sin malabares.

El REI del sushi 

El mismo patio principal desde el que se accede al Jardín de Lutz conduce también hasta REI, la casa de la cultura asiática y mediterránea –¿puede haber una combinación mejor? –. Se abre una amplísima sala que recuerda que el lujo también es espacio y, al fondo, se divisa el pase y parte de la cocina que dirige Luis Olarra. El bilbaíno (aprendió con Fernando Canales y Martín Berasategui) controla el medio porque ya estaba a los mandos del anterior restaurante que aquí se ubicaba, Kabuki Raw bajo la firma de Ricardo Sanz. Pero este lugar es, desde el año pasado, otro; es REI y es suyo. “Confucio decía que si sirves a la naturaleza, ella te servirá a ti, una máxima que los comensales podrán ver fielmente reflejada en REI”, afirma Luis. Y eso lo demuestra con un pescado y marisco de diez, así como con productos orgánicos de su propia huerta que saben mejor en tempura. 

Aquí los tartares son una cosa seria como el de ventresca de atún rojo salvaje de almadraba con wasabi, jengibre, pimentón de la vera, arroz suflado, cebolleta y sisho; o, en una versión más purista, con cebolleta y huevo de corral. La selección de nigiris te la hace el chef, pero mejor cerciorarse de que se incluya el de lubina en tataki con salsa ahumada a base de su espina, alga wakame y cebolleta asada, porque es imprescindible. 

El toque japo-mediterráneo también se siente en el lomo bajo con salsa gremolata, ponzu y mostaza japonesa, en la tortilla de camarones o en la ostra con aguacate ahumado y ralladura de lima. 

Deliciosa stravaganza

Mejor dejar hueco y apetito porque queda la traca final, que llega con pañuelo en la cabeza y muchas ganas de divertirse. Andrea Tumbarello, el rey de la trufa y de la exuberancia, se presenta él solo. Desde hace 18 años regenta en Madrid el restaurante Don Giovanni, ubicado entre el barrio del Retiro y Pacífico. Pero decidió que la provincia de Málaga no se podía perder la esencia de la vera cucina italiana y decidió acompañar la apertura de Finca Cortesin en el 2009 con la de una sede de Don Giovanni. 

Como rey de la trufa que es, la ralla con alegría sobre los spaghetti alla bosconara (con boletus), el risotto al champagne con mantequilla de trufa, o el ya mítico huevo Millesime con caviar de trufa y crema de boletus. Pero hay otro reino que también le pertenece, el de la carbonara, que termina frente al comensal con mucha gracia, un pimentero de dimensiones gigantescas y una hojita de perejil al más puro estilo Arguiñano. Como no podía ser de otra forma, tiene también carpaccios, pizzas y –chivatazo– una flor de calabaza frita rellena de mozzarella que es una auténtica delicia. 

Aunque es difícil decir adiós a un lugar así, siempre quedará darle esquinazo a la vuelta desde el Blue Bar del hotel, donde apurar hasta la última gota del cóctel, digerirlo todo y seguir saboreando una larga noche de primavera que ocurrió entre el mar y la montaña.