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Comer a dos carrillos, comer a boca llena, es una cosa que puede ser conmovedora o atroz dependiendo de si se vive o no en lo que llaman Estado de Bienestar, que también habrá que verlo. No es lo mismo un niño de la posguerra española pillando un muslo de pollo con devoción, jartito de pasar fatigas -todo él ya rugir de estómago-, que un chaval estadounidense contemporáneo con obesidad encomendando su respiración entrecortada a otra hamburguesa, en un mundo turbocapitalista donde quien no consume con ansiedad siempre parece que se está perdiendo algo.
Hay algo radicalmente bello y desgarrador en el hambre satisfecho: no tanto en la gula. Es como el sexo con amor, es como beber agua con sed. El niño famélico frente al plato de comida caliente despierta una ternura insoportable, un ansia de justicia rabiosa. Quiere uno lanzarse a la calle y pelearse con quien haga falta para volver a poner este zafarrancho en órbita. La imagen del crío anémico es un arquetipo psicológico y sentimental eterno, universal, como la ballena muerta en la orilla que nos habla del quiebre de una civilización, o como el tren que se va sin uno, que remite a nuestras oportunidades perdidas. Un niño que añora algo que llevarse a la boca es todo lo que está mal en el mundo.
Y qué alegría verlo comer a dos carrillos.
Entiende uno por fin por qué nuestras abuelas disfrutaban tanto sobrealimentándonos. “Te veo mala cara, voy a hacerte otro huevo frito”, decían, y se limpiaban los dedos afanosamente en el delantal y se levantaban entusiasmadas en mitad del almuerzo para freírlo y traerlo en un platito blanco donde la yema relucía. Nos hacían los ojos chiribitas. “Pero moja pan, que si no se queda en ná”. Y uno obedecía como nunca, a dos carrillos. Las abuelas nos metían croquetas en la boca de tres en tres porque venían de ese viejo mundo donde todo faltaba y había que hacer malabares con las raciones de la familia. El hambre no se olvida nunca. El hambre deja un socavón sangrante para siempre. Una humillación. Una vulnerabilidad. Una ansiedad latente.
Uno come por lo que no pudo comer: uno alimenta a sus nietos por las veces que no tuvo ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca. La comida, como el tabaco, es algo que se explica por su ausencia. Eso lo dice Houllebecq: que uno sabe que es fumador, sobre todo, cuando no tiene un puñetero cigarro en kilómetros a la redonda. Algo así. Por eso es emocionante que nuestras abuelas hayan sido tan felices viéndonos papar, porque la comida era dignidad y prosperidad, guapura, salud y futuro.
Nadie está gordo para una abuela, sino “hermoso” o “de buen año”. “Niño, come, o no crecerás” fue la amenaza recurrente. Y uno se imaginaba chiquitito, chiquitito, cada vez más menudo e insignificante, gritando solo ante el mundo sordo, como el bicho de Kafka o los niños-ratón de Roald Dahl, tan mancillado ahora. Y comía. Pucheros, carnes, frutas, tomates aliñados. Merienda, niño, que son las seis. Bocadillo de salchichón. Colacao. Galletas. Come o te morirás, y no querrás morirte, que te queda mucha vida por delante y hay que estar fuerte para enfrentarse a los malos. Y nosotros diciendo que sí a todo a boca llena, porque era un placer y porque además estábamos respetando a la autoridad y porque queríamos “energía” para explorar las cosas y para que las veces que nos raspábamos las rodillas corriendo en el patio cicatrizaran rápido, que había que seguir jugando.
A uno le daba miedo ser pequeño, muy pequeño, y desaparecer a los ojos de las abuelas, y a las abuelas les daba miedo que desapareciésemos ante los ojos del mundo. Porque hubo una era donde la inanición te condenaba a la extinción, a una extinción de clase, y donde las piernas cortas te hacían servil e indefenso ante la gallardía y la altura del señorito. Política y emocionalmente, uno ha sentido la necesidad de ganarse su espacio, de no quedar relegado a los márgenes, de copar la habitación y existir con el cuerpo expandido. Por eso nos enseñaron a comer a dos carrillos.
Es interesante también la capacidad de amor que se extrae del acontecimiento de la comida, o, mejor, que dialoga con él. Cuando uno ama a alguien y lleva todo el día sin verle, gusta de preguntarle “y hoy ¿qué has comido?”, porque es una fórmula sencilla de saber si está bien, si ha tenido tiempo para sentarse y alimentarse, si está nutrido y satisfecho, o si ha sido secuestrado por las obligaciones y la tiranía de los jefes y las agendas terroríficas y se ha tenido que quedar encadenado a la silla con una ensalada de plástico, porque entonces todo es mecánico y servil.
Uno quiere ver a los suyos comiendo a dos carrillos, porque somos básicamente nuestra abuela -un continuo homenaje andante hacia ella-, y porque si alguien tiene apetito es que no se va a morir, o no todavía. Lo decía Gabriel Marcel: “Amar a alguien es decirle: tú no morirás nunca”. Amar a alguien, por eso, es alimentarle. Amar a alguien es luchar contra su extinción.
En comer a dos carrillos también existe una pulsión de juventud y de inconsciencia maravillosa. Comer de verdad, sin protocolos. Comer a todo plan, como si nadie nos estuviera viendo. Comer salvajemente, con pasión, con alegría animal, como comen los chavales fibrosos y distendidos que no están pensando en correcciones sociales ni, por supuesto, en engordar. Medir la comida es un acto adulto y, por tanto, un acto de domesticación.
Dicen los que saben de diplomacias que a las fiestas de clase alta hay que ir ya cenado, porque resulta que no hay nada más elegante que negarle al camarero del cóctel el minibacalao rebozadito. A la gente le chirría que uno tenga hambre, es decir, que tenga deseo, porque la comida es pulsión erótica. Parece que somos más sofisticados cuanto más nos alejamos del hedonismo profundo ese del masticar y el beber con gusto -cuanto más sacudimos la bestia y abrazamos al ciudadano cobarde que nos habita-, pero a mí no deja de parecerme una pose de frigidez y aburrimiento.
Sonríe y no busques el jamón con la mirada. Detén el instinto. No te impliques, sé discreto. Participa de la conversación, pero no demasiado. Por la boca muere el pez, dicen, en todo, en todo, en todo.
La libertad va de otra cosa. La libertad es el antiprotocolo, la muerte de las reglas y las apariencias. Lo resumió con maestría La Chiqui de Jerez en Me lo como tó’: “Me lo como tó, / los garbanzos del puchero / y las liebres con arroz. / A mí me llaman La Chiqui / pero de chica no tengo ná’ / soy más alta que una torre / y doy más guerra que Vietnam. / Y no tengo complejo / yo soy así porque quiso Dios / y en mi fardisquera llevo / un cuchillo, una cuchara y un tenedor / y si se presenta en algún momento oportunidad / me lo como tó”. Más claro, el agua.
Algo parecido escribía Gloria Fuertes: “No sé por qué me quejo / porque al fin estoy sola. / Y el placer de tirar la ceniza en el suelo / sin que nadie te riña / y untar pan en la salsa / y beberse los posos, / y limpiarse la boca con el dorso de la mano, / cantar al vagabundo porque al fin fue valiente, / ir matando los besos como si fueran piojos, / beber blanco, / pronunciar ciertas frases / decir ciertas palabras, / exponerte a que un día te borren de la nómina… / No debiera estar seria / pues vivo como quiero”. Comer a dos carrillos bien podría ser anarquista y un poco aislante en esta era de los guapos anoréxicos y contenidos. Comer a dos carrillos bien podría consistir en ser tú solo el rey de tu palacio de invierno, sin que nadie te reproche esto o aquello.
La expresión “comer a boca llena” me lleva directamente a la película de Matilda, cuando Bruce Bogtrotter es pillado por la temible señorita Trunchbull robando un pedazo de pastel de chocolate en la cocina del colegio. Para qué quisimos más. La célebre dictadora le obligó, delante de todo el alumnado, a comerse el resto del eterno y espeso pastel, hasta el pánico y la angustia, bajo la mirada de compasión de sus compañeros. “¡Vamos, Bruce!”, gritó Matilda. Y poco a poco la secundaron. “¡Bruce, Bruce, Bruce, Bruce!”, corearon sus amigos, hasta que el chaval se vino arriba y se metió la tarta entre pecho y espalda, victorioso, desafiante, poniendo de los nervios a la Trunchbull.
Esto fue una imagen poética generacional, que aparte de la evidente vacilada a la autoridad, equivalía a algo más: a ser conscientes de que en la vida tendremos que comernos a dos carrillos bastantes disgustos -tragar, tragar y tragar carros y carretas- por un fin mayor y honorable, que a menudo consiste en acabar callándole la boca a alguien que presumía que “no podíamos” hacer algo. Siempre lo dijo mi padre: “Ahora eres yunque. Resiste. Ya te tocará ser martillo”.
Comer a dos carrillos puede ser desagradable -para los demás-, pero también para uno mismo si no sabe gestionar los placeres con inteligencia, como esos hombres absurdos que hacen concursos de ingerir perritos hasta explotar. Todo para que pongan su chunga foto en una pared del seboso local. El filósofo Santiago Alba Rico me lo explicó así: “Se nos impone velocidad. Hay que reivindicar la lentitud en la conversación, la bebida y la sexualidad: esa es una manera de reivindicar el placer frente al hedonismo, que acaba siendo muy poco placentero”. O, como aclaró Lola Flores, uno puede tomar “de tó”, lo importante es “el método”. Y también es verdad.
No obstante, yo recomiendo de vez en cuando lo de comer a boca llena, que es como vivir a boca llena, con impaciencia, con pulsión de carpe diem y de aventura, al estilo derrape subido en un tigre, aunque después -siempre- duela. “Nos morreamos con la vida / y nos sangraron las encías”, canta Rigoberta Bandini. Es un precio asumible a pagar. También se aprenden cosas sangrando. Me quedo con lo que entonaba Calamaro, a su manera, sobre comer a dos carrillos, la velocidad, el exceso y su puente hacia la autonomía radical. “¿Cuál es la verdadera libertad? / Organizar una protesta violenta / contra la vida lenta. / Es lo que me gusta de ser libre / como un pájaro libre / buscando el hueso / que uno nunca va a encontrar”. Pues que aproveche.