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Obituario | El faro bohemio de la noche malagueña se apagó, por Fer Francés

Fer Francés (nacido en Santander en 1989), galerista, comisario y emprendedor cultural, nos escribe sobre Emilio Benéitez, propietario del histórico Bar Emily.

Emilio Benéitez.

En la vida hay personas que te marcan para siempre. Emilio me enseñó que la amistad no entiende de edades: yo apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando comenzó mi amistad con este caballero de los pies a la cabeza, para muchos un auténtico dandy, que me sacaba casi cuarenta años. Era un señor de los de antes, elegante desde la mañana hasta la madrugada, culto, irónico, con una mirada que demostraba haber vivido las siete vidas de un gato, y que a la octava nos abandonó. Madrileño de nacimiento, viajó por el mundo, estudió Psicología en Bélgica, trabajó en el Palais d’Orsay y vivió en su querida Quebec, donde dejó a su hija Emily, a quien dedicó el nombre de aquel bar que para mí siempre será el mejor del mundo.

El Emily fue un icono de Málaga en los años 80 y 90, refugio de la escena bohemia y culta de la ciudad. Para entrar había que llamar al timbre, o con los años directamente al móvil de Emilio, que cada vez tenía menos paciencia para “los tontos”, como decía él. Allí no había clientes, había amigos. No se pedía la copa primero, se saludaba a los presentes, porque entrar en el Emily era entrar en su casa.

Yo encontré en esa barra de madera maciza mi refugio durante noches difíciles, mientras mis padres se separaban. Con Emilio aprendí paciencia y laissez-faire. Me enseñó jazz, ópera, clásicos franceses, música culta y vida. En su televisión diminuta vimos conciertos memorables y en sus paredes descubrías un museo de fotografías de ídolos del cine, la música y el arte. Lo único que desentonaba en aquel santuario eran los recuerdos de mis exposiciones de artistas jóvenes, o las pegatinas de mi galería y de los artistas que pegaba cada vez que se las regalaba. Muchos artistas que llevé allí sufrían su propio “síndrome de Stendhal” la primera vez que entraban, hasta que Emilio les ofrecía algo de beber y los despertaba de ese ensueño.

Por el Emily pasaron poetas, músicos y pintores. Recuerdo noches con David Salle fascinado ante sus fotografías, o conversaciones en la barra con Matías Sánchez, Cristina Lama, Javi Calleja y Alicia. También con Diana, quien me acompañó tantas noches allí. Artistas internacionales como Mark Ryden, Subodh Gupta o Adrian Ghenie no podían creer que un bar así existiera todavía. Todos salían con la misma sensación: Emilio no era un tabernero, era un guardián de la cultura.

El mítico Emily.

El Emily no era bar de cócteles ni de moderneces: era de copa simple pero cargada, de gin-tonic de Beefeater con Schweppes servido sobre servilletas de papel que acababan empapadas, y con las tónicas escondidas en los bolsillos de su chaqueta. Las cervezas, en cambio, las vestía con una servilleta blanca alrededor del cuello, como si fueran bufandas improvisadas. Allí se podía fumar, pero nadie pedía un cenicero: se pedía algo donde dejar las cáscaras de los frutos secos, porque así era ese templo, un lugar donde todo tenía un aire distinto, más cercano y más humano. Y cuando ya estaba cansado, cuando había tenido suficiente de un grupo concreto de personas, Emilio no los echaba: ponía el jazz más estridente que conocía y dejaba que fueran ellos mismos quienes abandonaran el lugar por su propio pie.

Emilio tenía un carácter fuerte y una picardía inimitable, forjada en sus viajes y en cuarenta años detrás de la barra.

No solo recomendaba música, también libros. Era un lector voraz, capaz de pasar de Mendel, el de los libros de Stefan Zweig a Cuentos, jaques y leyendas de su amigo Manuel Azuaga, siempre con el mismo entusiasmo. Y, cómo no, Le Monde du Jazz de Rodney Dale, que lo acompañó como biblia durante años. Esa mezcla de saber, humor y generosidad hacía que cada visita al Emily fuese una lección inesperada.

Conmigo fue siempre generoso: acudió a todas mis exposiciones en Málaga, siempre solo, y me escribía después con sus impresiones. Guardaba mis artículos en “mi cajón” como él decía y me regaló conversaciones que nunca olvidaré. Tenía un ojo especial para el arte joven y siempre supo conectar con pintores cañeros que le fascinaban a pesar de ser un lenguaje opuesto al suyo.

En el último año comenzó a despedirse de mí a su manera: con canciones. La última que me envió fue Les copains d’abord de Georges Brassens, cuyo título juega con el doble sentido de “los amigos a bordo” y “los amigos primero”. En ella se canta que los amigos no eran ángeles ni habían leído el evangelio, pero que cuando uno faltaba a bordo era porque había muerto. Emilio ya no está, pero todos sabemos que sigue al timón, con su copa cargada y una servilleta empapada, riéndose de nosotros desde la otra orilla.

Gracias por tanto, querido Emilio.

Tu amigo,

Fer Francés