La comida rápida comenzó su apasionante biografía con los vendedores callejeros
de comida preparada en la Edad Media y siguió acompañándonos con los puestos de fish and chips en la Inglaterra victoriana, la conversión de las máquinas expendedoras alemanas en ‘restaurantes automáticos’, la genial invención de los food trucks y diners estadounidenses o la implosión de las cadenas de hamburguesería ya olvidadas como White Castle o absolutamente inolvidables como McDonald’s o Burger King.
A medida que florecía el comercio y se expandían y prosperaban las ciudades, los mercados se fueron convirtiendo cada vez más en unos puntos neurálgicos donde todos los vecinos acudían para buscar alimento. Y que fuese comida preparada o sin preparar no solo dependía de la prosperidad de las familias, sino también de la prisa que tuviera cada cual.
Los ricos y los menos ricos, los capitanes y los marineros, podían sentir la misma urgencia por embarcarse en el puerto o la diligencia y consumían, a veces, los mismos tentempiés en unos puestecitos que, ahora sí, empezaron a concentrarse en los mercados y las calles adyacentes. Y aquellos tentempiés, que brindaban un sustento rápido y podían comerse sin cubiertos, incluían pasteles de carne rellenos de cerdo, ternera o pescado, así como empanadas calientes.
Una de las preguntas recurrentes sobre la comida rápida es cómo se ha convertido en un fenómeno ubicuo cuando parecía algo esencialmente estadounidense o, como mucho, anglosajón. Y quizás una de las respuestas sea que lleva con nosotros desde hace siglos y nunca nos ha abandonado del todo aunque haya experimentado distintas reencarnaciones.
Un ejemplo es el de los vendedores de comida preparada de los puestos de los mercados medievales, cuyos herederos siguen cumpliendo una función parecida en los viejos mercados de muchos países emergentes como México y en los mercados de abastos tradicionales que se han modernizado recientemente en capitales españolas como Madrid o Barcelona. También podemos ver a sus (ya lejanos) sucesores en los espacios de comida para llevar de los grandes centros comerciales y grandes almacenes.
El origen de todos ellos lo encontramos, cómo no, entre los siglos X y XV, que es cuando arranca un fuerte proceso de urbanización que multiplicó la población de grandes ciudades como Londres, París, Venecia o Brujas hasta convertirlas en un hervidero de comerciantes, trabajadores y viajeros. Todos ellos necesitaban, por la propia naturaleza de su actividad, unas comidas rápidas, asequibles y accesibles.
Es verdad que se podía cocinar en casa, pero también lo es que, por lo general, la mayoría de la población vivía en hogares hacinados y que les faltaban el tiempo, el espacio o las infraestructuras necesarias para cocinar. En estas circunstancias, los vendedores del mercado y los puestos de comida callejera se convirtieron en una parte esencial de la vida diaria para los vecinos de los núcleos urbanos.
A medida que florecía el comercio y se expandían y prosperaban las ciudades, los mercados se fueron convirtiendo cada vez más en unos puntos neurálgicos donde todos los vecinos acudían para buscar alimento. Y que fuese comida preparada o sin preparar no solo dependía de la prosperidad de las familias, sino también de la prisa que tuviera cada cual.
Los ricos y los menos ricos, los capitanes y los marineros, podían sentir la misma urgencia por embarcarse en el puerto o la diligencia y consumían, a veces, los mismos tentempiés en unos puestecitos que, ahora sí, empezaron a concentrarse en los mercados y las calles adyacentes. Y aquellos tentempiés, que brindaban un sustento rápido y podían comerse sin cubiertos, incluían pasteles de carne rellenos de cerdo, ternera o pescado, así como empanadas calientes.
Es verdad que, con el paso del tiempo, los puestos de comida para llevar empezaron a someterse a pesadas regulaciones locales, impuestos y controles de calidad. Además, también se segmentaron por la prosperidad de sus clientes y todos dejaron de vender de todo para especializarse en pequeños manjares como el pan recién horneado, los pasteles de carne, las carnes asadas, los pescados en salazón, los quesos e incluso las frutas de temporada, que podían venderse —y en algunos países siguen vendiéndose— por unidades y para consumir en el momento.
De Londres al mundo
Los fish and chips que todavía existen en países como Reino Unido son la siguiente parada de esta vertiginosa biografía de la comida rápida. Y todo comenzó, al parecer, en un pequeño comercio de pescado y patatas fritas del East End londinense hacia 1860. Desde allí, se extendió a toda velocidad hacia el norte y hacia el sur del país hasta el punto de que, a finales del siglo XIX y en los primeros bostezos del siglo XX, la mitad del pescado capturado y las patatas cosechadas en las islas británicas acabaron despachándose en los infinitos regueros de fish and chips que inundaron las ciudades.
Quizás una de las particularidades principales de estos comercios que hoy parecen tan tradicionales y anclados en el tiempo es que, como recuerda J.M. Mulet en su ensayo Comemos lo que somos, hubieran sido inconcebibles sin la modernidad abrumadora de la revolución industrial.
Porque surgieron al calor, advierte Mulet, de los barcos arrastreros de vapor, recién in- ventados, o de la refrigeración que hizo posible que las flotas pasasen largas temporadas en caladeros cada vez más lejanos… y capturando peces cada vez más ubicuos, baratos y accesibles como la platija o el eglefino, que se desembarcaban en puertos como los de Hull o Grimsby y que no había que salar para conservarlos y enviarlos a las grandes ciudades en los inmensos vagones refrigerados del incipiente ferrocarril.
Por otra parte, sigue Mulet, “los propietarios de los fish and chips utilizaban sartenes para freír, equipos de refrigeración, máquinas para lavar, pelar y trocear patatas hechas por las fábricas británicas y carbón de minas británicas”. En paralelo, matiza, Gran Bretaña colonizó regiones productoras de semillas de algodón como Egipto o la India, y esas semillas eran un ingrediente muy barato con el que se extraía un aceite ideal para freír al que se le añadía la grasa de ternera argentina, que era otro ingrediente muy fácil de conseguir. Así, muchos inmigrantes italianos comenzaron a comercializar sus pescaditos fritos con patatas en Londres utilizando la vieja receta sefardí del rebozado y envolviéndolo todo con papel de estraza para que se pudiera comer sin mancharse y en el momento.
Ninguna biografía de la comida rápida se puede concebir sin referirse a los llamados restaurantes automáticos, que eran unos establecimientos realmente singulares con sillas y mesas altas frente a unas grandes y elegantes máquinas expendedoras. Esta fórmula la inventó un alemán a finales del siglo XIX y la aplicó por primera vez en su país en la casa de comidas Quisisana. Poco después, Joe Horn y Frank Hardart importaron el concepto a Nueva York y, superadas las primeras dificultades, llegaron a tener la mayor cadena de restaurantes de Estados Unidos.
Porque el modelo había fracasado hasta que situaron el primer automat en 1912 en una zona de muchísimo tránsito de personas, como Times Square, dejaron de apostar sobre todo por unos menús exclusivos que incluían cócteles o langosta a la Newburgh y pusieron en la diana como clientes a toda la población en vez de dirigirse exclusivamente a los trabajadores en la hora del almuerzo. Allí cualquiera podía desayunar, comer, merendar o cenar y así, estos restaurantes limpios y económicos se arraigaron tan profundamente en el estilo de vida de Nueva York que llegaron a representar no solo la eficiencia estadounidense, sino también, para muchos, el carácter de la propia ciudad.
Los ‘restaurantes automáticos’ ofrecían muchas ventajas y novedades interesantes para todos los públicos. Eran uno de los pocos establecimientos a los que las mujeres podían entrar sin estar acompañadas y eran asequibles y divertidos para unos niños que podían elegir sus propios menús. Además, como no tenían camareros, se convirtieron en un lugar ideal para las almas solitarias, los vagabundos y los parados, que podían entrar en calor o refugiarse de la lluvia sin que la administración del local los mirase mal o les enseñara amablemente —y no tan amablemente— la puerta de la calle.
Los food trucks arrancan a finales de XIX
Como se ve, hay una pizca de verdad y otra de injusticia en las representaciones que realizó en los años veinte el pintor, Edward Hopper, de la pálida soledad de las mujeres en los restaurantes automáticos. Porque estos establecimientos también hacían disfrutar a miles de personas que encontraban en ellos una tecnología asombrosa muy en la línea con la cadena de montaje que estaba popularizando Henry Ford en la fabricación de unos vehículos que, por fin, estaban al alcance de la clase media. Los clientes también disfrutaban, por si eso fuera poco, con unos alimentos que podían ver antes de comprar y que se les ofrecían con unas técnicas de refrigeración y una higiene y transparencia poco frecuentes en los restaurantes tradicionales.
Si en tiempos más pacíficos y placenteros los restaurantes automáticos cumplían una función importante y tuvieron como clientes desde una enorme tropa de oficinistas hasta estrellas del cine como Audrey Hepburn y Gregory Peck, lo mismo cabe decir de las terribles condiciones en las que los estadounidenses vivieron la Gran Depresión. Entonces, con una humilde moneda de cinco centavos, cualquiera podía tomar una taza de café caliente… y fueron ventajas como ésa las que permitieron que, mientras otros negocios quebraban, estos restaurantes siguieran dando un servicio imprescindible cuando tantos hogares se asomaban al largo invierno de la pobreza y el desempleo.
¿Quién inventó los food trucks?
Es curioso cómo el fast food nos sigue acompañando hoy con establecimientos de comida para llevar, máquinas expendedoras para un almuerzo rápido o la breve pausa del café, comercios de pescadito frito con patatas o lo que ahora llamamos food trucks o diners. Y es sorprendente cómo arrancaron, también a finales del siglo XIX, los food trucks por primera vez de la mano de un emprendedor estadounidense llamado Walter Scott, que reconvirtió un carro de caballos como restaurante y se dedicó a servir sándwiches, pasteles y café a los trabajadores con turnos de noche.
El propio Scott, que había trabajado en horario nocturno como reportero, era consciente de que, a partir de las ocho de la tarde, resultaba muy difícil encontrar algún establecimiento abierto. Y así es como decidió que el primer food truck abriría entre las ocho de la tarde y las cuatro de la mañana, que los platos que servirían serían sencillos y se despacha- rían a precios populares y que sus primeros clientes debían ser los profesionales de tres de los principales periódicos de Providence con turno de noche. Pocos años después, los food trucks itinerantes de Scott se fueron volviendo más complejos y elegantes y se empezaron a parecer mucho a lo que luego serían los diners. Los establecimientos llegaron a disponer de dos ventanas para atender, en cada una, a los clientes que venían a pie y los que pasaban en carruajes de caballos.
Los cinematográficos diners, que al principio eran como food trucks con la particularidad de que eran más elaborados y permitían consumir y sentarse en el interior, vivieron una tremenda a bonanza desde que T.H. Buckley comenzó a diseñarlos y producirlos en masa a principios del siglo XX. Sus diners tenían un grado de detalle y sofisticación que hacía palidecer la humilde propuesta (mejorada) de Walter Scott. Además, los establecimientos de Buckley ofrecían un amplio espacio en su interior para decenas de comensales aunque, de nuevo, seguía existiendo una ventana diferenciada para atender a los carruajes y los pedidos para llevar.
Los diners de Buckley, y después ya casi todos los cientos de diners que aparecieron, contaban con ruedas grandes, murales, cristales de vidrio esmerilado y, en su interior, unas estufas, una nevera, largos mostradores, taburetes altos y cocinas abiertas. La posibilidad de ver cómo se preparaba la comida era una garantía de higiene y transparencia que los clientes también supieron apreciar y que distinguió a los diners de los restaurantes tradicionales un poco como ya había ocurrido con los restaurantes automáticos inventados en Alemania.
Aunque los diners ofrecían hamburguesas, se volvieron fijos en vez de itinerantes y eran capaces de atender a los clientes que pasaban en coche, ahí acaban las semejanzas con la primera cadena de hamburgueserías en los años treinta, White Castle, y, por supuesto algo después, con McDonald’s. El primer McDonald’s se estrenó en 1948 en San Bernardino, California, y el modelo de negocio exprimió la nueva preferencia de los clientes por vivir en unas ciudades dormitorio y barrios residenciales donde costaba encontrar abierta hasta un sencillo ultramarinos.
La idea, desde el principio, era dirigirse sobre todo a las familias, ofrecer solo hamburguesas, patatas fritas y batidos, mantener la cocina abierta para ganarse la confianza de los clientes, que podían ver cómo se preparaban sus platos, y servirlo todo lo antes posible y con unos cubiertos, vasos y platos que nadie iba a tener que lavar porque eran desechables. A McDonald’s, por supuesto, no tardaron en salirle competidores como Burger King, que nació en los años cincuenta, y Taco Bell y Pizza Hut, que lo hicieron en los sesenta. Merece la pena recordar que la española Rodilla se adelantó a todos ellos abriendo sus puertas en 1939.
Como se ve, la comida rápida ha vivido a lo largo de su larga historia numerosas reencarnaciones y todas ellas —y no solo las hamburgueserías y pizzerías— han encontrado de una forma u otra su nicho en el siglo XXI. ¿Quién nos iba a decir que el rinconcito de la pausa de café era el nieto de los restaurantes automáticos alemanes, que los puestos de comida para llevar del mercado se inspiran en los mercados medievales o que los diners y food trucks que entusiasman a los ‘modernitos’ y a los festivaleros llevan con nosotros más de cien años?