Reportajes

Echar o no limón a la comida: analizamos uno de los debates más ácidos de la gastronomía

El limón es cobijo o es verano. Mata la insulsez o aviva la imaginación.

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Una de las lecciones que regala la edad es que no hay placer en vacaciones como madrugar. La alarma se venga del tiempo secuestrado por las horas de trabajo, de nueve a cinco, de nueve a siete, de nueve a nueve, y el día queda, entonces, desenrollado y fresco frente al vacacionante, listo para ser ahormado como escoja su voluntad.

Otra enseñanza que imponen los años revela que la elegancia no se descifra en los pliegues de una camisa blanca remangada como Dios manda (cuatro dedos bajo el codo) ni en los centímetros exactos de la pala de unos mocasines (que no encapote por completo el metatarso) ni en la elección de un color de manicura sobrio y distinguido (nunca pastel). La elegancia con el tiempo se descubre como una forma de respeto, como una manera de ser con los demás. Consiste –si el jeroglífico del tiempo se está resolviendo con acierto– en que la presencia no se imponga y la ausencia se extrañe, en que en grupo la aparición propia engrase la conversación y relaje las mandíbulas, en que jamás haga burbujear el estómago, en que una retirada temprana no arranque en los otros el alivio. En un mejor contigo que sin ti.

Dejó dicho la reina Victoria de Inglaterra que cuando el príncipe Alberto murió, murió también la única persona que le contradecía y que la vida, por tanto, había perdido su sal. En entender que la acidez puede revigorizar al de enfrente y puede agriarlo se traza el camino de una vida. Encarrilarse hacia la aurea mediocritas debería permitir intuir cuándo una hace falta y cuándo una sobra, cuándo debe insistir con un mensaje para tomar por fin un café con quien parece estar siempre hasta arriba o cuándo debe dar la amistad por agotada, cuándo puede aceptar una ronda más antes de irse a casa o cuándo debe renunciar, cuándo ha de repartir un chorrito de limón sobre unos calamares fritos o cuándo le urge encanastar la fruta en la papelera más cercana. Deben ponderarse las réplicas. El exceso de ambición puede desmoronar la existencia. La respuesta a la última cavilación, con suerte, se obtiene sin necesidad de dejar viudo al rey de los ingleses. Si se ha criado una junto a las algas, la contestación es “nunca”. Si quien se enfrenta al choco frito o a la raba considera algo digno de celebración, ¡incluso de homenaje!, el acto de introducirlo entre dos panes, la respuesta será “con frecuencia”, pues tiene el mesetario en sus deditos exprimidores la costumbre heredada de refrescar un pescado que, trabado por las leyes de la física, no llega coleando, recién sacado del mar, a la cocina. Cerca de la costa, aunque en los bares se acompañe la fuente de medio limoncito, la idea se observa un tanto criminal. Se trata de un disfraz gustativo por completo indigno, como un churrete de kétchup sobre una tortilla de patatas. Quien se ha criado a una hora de la playa sabe que el limón divorcia la capa de fritura del pescado, lo humedece torpemente, y le da un volantazo de tal potencia al sabor que para las papilas gustativas aquello que se revuelve en la lengua se desconecta del archivo del cerebro que conduce al concepto del pescado. Se transforma, en definitiva, en una aberración.

● Sobre la mesa el limón debe ser controlado, vigilado. Debe custodiarse hasta el territorio que por naturaleza le pertenece, donde su culebrilla irremediable accederá a la lengua sin descuajeringar, por fin, la escala de sabores. “En el limón cortaron/ los cuchillos/ una pequeña catedral,/ el ábside escondido/ abrió a la luz los ácidos vitrales/ y en gotas/ resbalaron los topacios,/ los altares,/ la fresca arquitectura”. La pequeña catedral que encontró Neruda en el cítrico amarillo debería estrujarse allá donde las texturas y los sabores resulten, sin aliño, un tanto insípidos.

Sin apretar antes de llevársela a la boca medio limón sobre una ensalada de aguacate, tomate y langostino, la cabeza del humano medio concluirá que su portador ha regresado a la guardería y se acaba de reiniciar, aun con cierto regusto marino, en la dieta de la plastilina. En semejante caso el juguillo se antoja, pues, urgente.

La fresca arquitectura del poeta se transforma en necesaria. Las recetas del New York Times Cooking rocían de limón el salmón, los espárragos, el pollo y hasta la coliflor y alrededor de quien estudia la foto del resultado –doradito, un poco churruscado, a cualquier entender crujiente– se levanta una casa en el campo acogedora y diminuta, como la de Cameron Díaz en The Holiday, o un patio balconado en el Mediterráneo, una cascada, un poco más allá, de buganvillas de rosas, chicharras a los discos, mantel de rayas azules y blancas, pelo recogido, traje de baño bajo el vestido, como Christy Turlington pelando calabacines en aquella imagen para Arthur Elgort. El limón se convierte, entonces, en una idea. El limón es cobijo o es verano. Mata la insulsez y aviva la imaginación.

En el exceso de azúcar propio de la repostería una pizca de limón vuelve a poner orden. Media entre el coma gustativo al que el chocolate blanco podría inducir al organismo y calma las tendencias melosas de una tarta de manzana.

El limón devuelve la sensatez a las papilas gustativas. Templa el sentido del gusto. Tras los días de superabundancia gastronómica, los propios de un viaje o de una semana en la Feria de abril, el pulso se pierde en el cuello y salta a los pies, cansados, martilleando la sangre sin perder el ritmo allá donde durante horas los presionó la punta del zapato. Una punzada atraviesa las caderas incluso cuando el cuerpo descansa en la cama, las rodillas buscan completar tendidas un paso más y la boca, seca, exige reconfigurarse. Al finalizar el tour en el extranjero o las incursiones en las casetas de feriantes, por la boca han desfilado suficientes vasos de rebujitos, jamón, aperol, pasta, crêpes, pescaíto frito, tacos, niguiris y patatas como para que a mí la lengua me levante siempre de la cama en busca de un refresco de limón. Me tira de la campanilla con una sed absurda y ansiosa. Sobre todas las cosas, para completar la resurrección y despellejarme la fatiga, yo necesito que el cítrico y el gas espabilen las hebritas de mi boca, que las reanimen. Tiene el limón, por encarnar la definición de acidez, la habilidad de cubrir de un capotazo las exigencias de los receptores más primordiales de la lengua. Su sabor los reinicia. El cítrico se ata de forma limpia a una de las sensaciones más sencillas que, a través de la lengua, puede procesar el cerebro. La lengua confirma su función de instrumento para conocer el mundo, de atajo cerebral, y el relámpago del limón, ahora invitado, lo galvaniza.

● Creería un ojo desentrenado en materia frutícola que el limón, por su aparente honestidad, encarna en sus gajos a una de las familias más fundamentales de todas cuantas son cítricas. El ojo, necesitado de gimnasio fruticultor, estaría equivocado. Los cítricos, apunta la experta en jardines Helena Attlee, se cruzan entre ellos con extraordinaria facilidad. Un injerto por aquí y otro por allá y de la tierra, con un poco de maestría, brotará una nueva especie. Las semillas elementales se reducen a tres: pomelo, mandarina y cidra. De este triángulo de gajos explosivos y pellejitos blancos se ramifican todas las especies. El limón, con su capacidad para engurruñarnos la cara hasta que se vuelve sobre sí misma, nace del cruce entre la cidra y el pomelo. La rugosidad craterosa de la primera familia, deforme y bárbara, como mutante, se suaviza a través de la segunda, lisa y redonda. La cáscara amarilla permanece cuajada de aceites esenciales que espantan a insectos en general y al mosquito, principal cómplice de la vigilia estival y empecinado tatuador monocromático, en particular. La aspereza del limón custodia a la vitamina C, que en el siglo XVI el médico sevillano Fray Agustín Farfán intuyó como remedio para el escorbuto y que dos siglos más tarde el británico James Lind confirmó como tal cuando espantó la enfermedad de los barcos que cruzaban el Atlántico. Para sanar y prevenir disgustos, ordenó que los marineros mezclaran cada dos quince día azúcar y zumo de limón.

Las muertes y los ingresos hospitalarios por escorbuto se esfumaron de la lista de riesgos que entrañaba atravesar los océanos en barco. Podían apuntarse a la aventura del comercio naval sin que las encías les sangraran, las piernas se les minaran de trombos o, entre fiebres, la piel se les coloreara de amarillo. Creían que la victoria médica era mérito de la acidez. Cuando sustituyeron por limas de las colonias británicas los limones españoles e italianos de los que hasta entonces se habían servido, los casos repuntaron. Las limas, ellos lo desconocían, contienen un porcentaje menor de ácido ascórbico que las naranjas y los limones.

Y que la guayaba, el kiwi, el brócoli o el pimiento rojo. De hecho, el Nobel Szent Györgyi comprendió la relevancia biológica que escondía la vitamina C cuando estudiaba el pimentón. Pese a todo, a día de hoy no se recomienda suplir el plato de brócoli semanal por una ración diaria de pulpo a la gallega.

● El limón, por todo esto, no se configura como fruta vulgar. Necesita para su disfrute gracia y destreza. No se consume de manera directa como la manzana o el plátano, ni como la mandarina, la fresa o la pera. El limón, para disfrutarlo, debe procesarse. Ha de mezclarse con otros ingredientes, como el azúcar o el pepino, de forma que la lengua se acostumbre a él, de manera que, bien aliñadito, lo tolere mejor. El hombre, en el manejo diario de sus gajos salpicones, domestica un pellizco de naturaleza.

En la utilización de sus flores conquista también el jardín. En el siglo XVII, tras enviudar del conde de Bracciano y príncipe de Orsini, la francesa María Anna de La Trémoille dejó Nerola, en Italia, y, convertida en princesa de los Ursinos, llegó a España para servir en la corte de Felipe V. Mientras tejía y destejía conspiraciones y artimañas con instrucciones de Versailles, la aristócrata dejaba a su paso una estela densa y picante, transparente e hipnótica, como un cristal expuesto a la luz. De los aceites de los cítricos que la rodeaban en Italia, de La Trémoille había extraído el perfume en el que infusionaba el agua de sus baños. A Nerola, entonces, solo hizo falta cambiarle la última vocal. Había nacido el neroli.

La francesa debió de aprender que para que un limonero crezca y dé frutos, la luz ha de ser constante y el riego frecuente. Las bajadas de temperatura no pueden juguetear con la escarcha si se busca cultivar un árbol sano y fecundo. Con una manta de nubes en el cielo, el “oro silvestre” del que habló Neruda no se desprenderá del verde de su juventud. Sin luz, la maduración cromática se interrumpirá, se desvanecerá de la fruta el amarillo, la alegría del limón. Pero cuando la luz lo empapa y la transición se completa, con él en la lengua los ojos también se achinan. En un limón cabe el sol.