Una de las vías más factibles para conocer la verdadera cara de la realeza es a través de la comida. Y sino que se lo digan a Darren McGrady, el chef que se define a sí mismo en su página web como The Royal Chef, un sobrenombre que viene de su puesto como chef de la casa real británica durante 15 años. Cocinó para la reina Isabel II, para la princesa Diana y sus hijos, los príncipes William y Harry, así como para cinco presidentes estadounidenses.
McGrady fue su chef personal entre 1993 y 1997 -año en el que ella falleció en un accidente de tráfico en París- y no ha dudado un segundo en desvelar las que fueron sus preferencias y antojos más relevantes. Ya sabíamos que los pimientos rellenos, la sopa Borscht y el pudin de pan y mantequilla eran de los platos que más disfrutaba Diana. Pero, ahora, conocemos muchos más detalles de la relación que mantenía la princesa de Gales con la comida durante los últimos años de su vida.
Las peticiones de la princesa Diana
En una entrevista para USA Today, Darren McGrady recordó la primera vez que cruzó caminos con la princesa Diana. Fue en Balmoral, la residencia de verano de la familia real, donde descubrió el lado más cercano de Lady Di: «aquella mujer que no dudaba en bajar a la cocina para pedir un yogur o un zumo de naranja, ya fuera para ella o para sus niños». Años después, tras la separación de Carlos, la princesa le propuso convertirse en su chef personal en Kensington, la casa londinense donde quería comenzar una nueva etapa. McGrady aceptó, sabiendo que tendría que reinventar su forma de cocinar para adaptarse a sus gustos.
El contraste entre ambas cocinas era abismal. Mientras en Buckingham predominaban los menús de corte francés, con elaboradas salsas y abundante mantequilla, en Kensington todo se volvió mucho más saludable y libre de grasas. Diana había recuperado su estabilidad, había dejado atrás la bulimia y deseaba una alimentación sana y ligera. “Nunca volvió a tener atracones ni nada parecido. Le encantaba comer ensaladas frescas y equilibradas”, recordaba el chef, subrayando cómo su cocina se transformó al ritmo de la vida de la princesa.
Un ejemplo perfecto de esa evolución fue la petición de un plato muy especial: la mousse de tomate que McGrady había servido años antes al presidente Ronald Reagan en el castillo de Windsor. Cuando él le explicó que la receta tradicional llevaba mayonesa y crema agria, Diana le pidió una versión más ligera, sin grasas innecesarias. Para el cocinero, aquel momento marcó un antes y un después: “Ahí entendí que debía modificar la mayoría de mis recetas. Tenía que encontrar la forma de crear platos saludables para ella sin olvidar la comida típica de infancia que necesitaban William y Harry”.
La princesa también se aficionó a los zumos naturales, y McGrady llegó a comprar un exprimidor especialmente para ella. Con él preparaba combinaciones frescas a base de zanahoria, apio, perejil o espinacas. Poco a poco, su dieta se llenó de vegetales y alternativas más ligeras, alejándose de la carne roja. El pollo, el pescado y los menús vegetarianos, en cambio, eran muy habituales en su mesa.
Si bien era estricta con su propia alimentación, con sus hijos era mucho más indulgente. Diana sabía que William y Harry merecían también disfrutar de la infancia sin tantas restricciones, y por eso no dudaba en dejar que comieran pizzas o comida rápida, aun cuando la niñera trataba de limitar esos caprichos. “Ella solo quería que fueran niños”, resumió McGrady.
En esos gestos sencillos -un zumo de espinacas recién exprimido, una ensalada ligera o una pizza compartida con sus hijos- se dibujaba una Diana distinta, alejada de los formalismos reales y más cercana a la vida cotidiana.