La memoria a veces es vaga y condena a un discreto y silencioso olvido a quienes, un día, hicieron mejor Madrid. Los que tienen presente a toda esa generación que, antes de ellos, colocó en lo gastronómico a una ciudad que hoy hierve —a veces sin control— despiden a Carmen Guasp. La fundadora del mítico restaurante El Amparo ha fallecido, tal y como ha confirmado Tapas con la Academia Madrileña de Gastronomía.
Carmen Guasp fue artífice del nacimiento de un concepto de restauración que despuntó a principios de los años 80 en una España que apenas comenzaba a dar sus primeros pasos en la modernidad gastronómica. Y en ese camino, logró dotar de alma a un espacio en el que no solo se comía. Todo comenzó en 1979, cuando Guasp decidió convertir unas antiguas cocheras del Callejón de Puigcerdá, en pleno Barrio de Salamanca, en lo que sería uno de los restaurantes más influyentes de España. El Amparo nació como un acto de fe en la alta cocina.
Antes ya había abierto en Madrid otro restaurante llamado Bogui, en 1975, que curiosamente fue el primer trabajo de interiorismo de Pascua Ortega. Durante un cuarto de siglo, Carmen dirigió El Amparo con mano firme y criterio impecable, convirtiéndolo en santuario de los paladares más exigentes.
Su genio radicaba en su capacidad para detectar y atraer talento excepcional. Por las cocinas de El Amparo desfilaron algunos de los nombres más relevantes de la gastronomía española: Fermín Arrambide inició el proyecto, seguido por Ramón Roteta, componente del grupo que sentó las bases del llamado movimiento de la Nueva Cocina Vasca. Pero fue junto a Ramón Ramírez con quien Carmen forjó la época más gloriosa del restaurante. Aquella alianza entre la visión de ella y el talento de él llevó a El Amparo a conquistar dos estrellas Michelin entre 1987 y 1989.
«Carmen era una señora estupenda, culta, viajada y cosmopolita. Trajo la modernidad a la alta cocina en Madrid. La sacó de su encorsetamiento con un espíritu libre. Lo hizo con una nueva forma de tratar al cliente, cercana pero respetuosa. Y también en lo culinario. Fue pionera en un concepto como la asesoría gastronómica trayendo a Madrid a Martín Berasategui», cuenta a Tapas Rogelio Enríquez, presidente de la Academia Madrileña de Gastronomía, que
lamenta la pérdida de este referente histórico. «Fue un soplo de aire fresco, en un sitio precioso», añade.
La revolución que Carmen Guasp lideró fue profunda. El Amparo fue pionero en romper las rigideces de la alta cocina: eliminó la obligatoriedad de chaqueta y corbata cuando eso era impensable en restaurantes de su categoría —sí lo era en otras grandes casas como Zalacaín, Jockey o Horcher—. Introdujo vajillas más grandes de lo habitual —presumía de haber puesto en sus mesas platos de más de 30 centímetros— para enmarcar la creación culinaria de sus cocineros. E importó técnicas de esa cocina vasco-francesa que protagonizó la primera de las grandes revoluciones de la alta cocina española hasta que llegara elBulli. Y todo ello sin que mermara el ambiente elegante de una casa muy seria en lo gastronómico.
Más allá de los reconocimientos, El Amparo fue también una escuela. Iñigo Urrechu, enviado por Martín Berasategui, pasó allí ocho años hasta que en 2002 logró abrir su propio restaurante. Y Carlos Posadas, en la etapa final, rubricó los últimos compases de una casa que fue languideciendo hasta desaparecer en 2012, en manos del empresario Arturo Fernández. Posteriormente, Carmen participó en el restaurante Samarkanda, en la Estación de Atocha.
Guasp pertenece a esa estirpe de mujeres que fueron arquitectas fundamentales de la gastronomía moderna española —Carme Ruscalleda, Mayte Commodore (María Teresa Aguado Castillo), Clara María González de Amezúa o Loles Salvador, por citar algunas—. En tiempos en que el sector apenas reconocía el liderazgo femenino, ella demostró que la dirección, la visión estratégica y el criterio eran tan esenciales como el dominio técnico. Fue maestra sin necesidad de título, empresaria sin perder sensibilidad, líder sin imposiciones.
Su ausencia deja huérfana a una generación de gastrónomos que la admiraron, la respetaron y aprendieron de ella. Pero su legado permanece intacto pese a esa mala memoria que a veces tiene el sector.