Opinión

Hortelano con Barbour

Me gustan los caballos. Cada uno elige su manera de complicarse la vida y esta es la que yo seleccioné. En general, se asocia al amante de estos animales con ciertos estereotipos del lifestyle, y en los fatuos tiempos actuales ya ni te cuento, pero si uno es un aficionado ejerciente y autogestionario, como es mi caso, tiene acceso a la trastienda de ese mundillo en el que las muchas satisfacciones se entrelazan con un rosario de madrugones, disgustos, gastos diversos… y otros aspectos mucho más prosaicos.

Más en concreto, la equitación garantiza el acceso ilimitado a productos que raras veces se ven en las fotos compartidas en redes. Uno de ellos es la cuerda de los paquetes de paja y forraje, que en el campo todavía se llama “pita” a pesar de estar hecha de un plástico indestructible y que corta como una Gillette. La pita es el elemento que dota de cohesión al mundo rural (los cowboys dicen que “el revolver conquistó el Oeste y la cuerda de la paja lo mantuvo unido”) y sus usos son prácticamente infinitos, también en la huerta, claro.

El segundo suministro garantizado, y ya entrando en materia, es el de estiércol. Los caballos son animales muy elegantes, pero eso no les exime de dejar tras de sí en torno a 8 toneladas de humeante caca por cabeza y año. Caca que hay que recoger, apilar… y cruzar los dedos para que alguien se lleve. Esto no es muy diferente de lo que yo hacía en mi etapa en la industria discográfica, en la que tuve que lidiar con el vertiginoso desplome del mercado del CD y los overstocks resultantes, de modo que no es el aspecto que más me cuesta resolver. Por eso me hice hortelano.

Con el tiempo pasa uno de jinete consumado a jinete consumido, y hay que buscarse cosas que hacer que estén en línea con la inevitable merma de facultades. Y teniendo acceso a tanto abono de primerísima calidad, montar una huerta es un paso lógico. De manera que, con más voluntad que acierto, cada año monto mis bancales, lleno de ilusión. Cada año veo mis plantas pasándolas canutas a cuenta del cambio-climático-de-los-cojones. Cada año reniego de la huerta y me juro que el año siguiente no la pongo. Y cada año cosecho, en mayor o menor medida, el fruto de mis dolores lumbares en forma de buenísimas hortalizas. Y sucumbiendo ante el tonto del culo que todos llevamos dentro, subo mis fotos a redes y me tiro el rollo.

Con la pandemia se animó mucha gente a cultivar hortalizas, y parece que la tendencia se mantiene, avivada por la inflación y la subida generalizada del precio de los alimentos. Mi dealer me asegura que este año vuelven a batir el record de ventas de planta de huerta, así que la tendencia parece que se afianza. Y no tiene nada de raro.

Más allá del posible ahorro (muy discutible si el agua de riego procede de la red), la primera vez que recoge uno un tomate de cosecha propia experimenta un grado de empoderamiento, con perdón, y satisfacción difícil de explicar. Y digo un tomate porque en mi humilde opinión el tomate es el rey de la huerta, y el producto en el que la diferencia de calidad y sabor respecto del que encontramos en el mercado es más estratosférica. Cualquiera que haya experimentado la orgásmica sensación de catar un tomate de verdad sabe de lo que hablo.

Entonces… ¿recomiendo al lector montar su propio huerto? Absolutamente sí. Porque, a pesar de que lo normal es fracasar al menos parcialmente en los primeros intentos, es una actividad de lo más agradecida y que siempre recompensa en mayor o menor medida. Y una fuente razonable de ejercicio al aire libre.

Así que, si se dispone de un trozo de tierra soleado, no hace falta que sea muy grande, y posibilidad de regarlo (mejor por goteo, por favor), no hay ningún motivo para no llevar nuestro ego al huerto. A mí, desde luego, me da mucha vidilla. Así que os animo a soltar el puto móvil y empuñar la azada, si es posible este mismo año.

Kiko Fuentes es exdirector general de Warner Music Spain.