Nada es tan agradable como descubrir un buen restaurante italiano, pequeño y acogedor, en tu barrio. Un restaurante bueno, en el buen sentido de la palabra bueno, sin pretensiones, sin tensiones; agradable como su país, el trato cercano, considerado y la comida noble, de buena calidad, bien presentada y sin demasiadas complicaciones.
La cocina popular italiana es tan buena, tan apetecible, tan placentera; y el modo italiano de tratar a los clientes es tan superior al modo español, en el que el servicio suele ser arisco por no decir francamente maleducado. Focaccia, que es como se llama el restaurante, está en el número 44 de una calle pequeña de Sarrià llamada Castellnou. Delante hay una oficina de Correos con funcionarios muy desagradables y que siempre van lentos, indolentes, apelmazados, y que a la hora de abrir por la mañana, aunque haya mucha cola en la calle, si la hora de apertura es, creo, a las 8;30, no abren ni un antes aunque vean que la gente fuera tiene frío o se está mojando porque llueve. No tienen nunca ni un minuto de generosidad, ni un solo gesto de diligencia, todo recuerda a la vida atrasada y gris, cuando vivíamos de espaldas al mar y a la tecnología, y éramos mucho menos libres. Junto a Correos hay un hotel pequeño, modesto, algo desangelado, al que yo solía ir cuando era joven y tenía poco dinero y según a qué chica era un poco fuerte llevarla a casa de mis padres.
Y justo frente a las humillaciones funcionarias, y a la frialdad de un hotel más pensado para comerciales de paso, y de poca monta, que para parejitas todavía con esperanza, está Focaccia que es todo lo contrario. Focaccia con su dueño de formas suaves, muy educado; con sus clientes que no gritan, con sus sabores italianos. No hay nada que haga sentir mejor que un encantador, umbilical restaurante de barrio.
Es imprescindible reservar. Cierra la noche de los domingos y el lunes. De martes a jueves para almorzar sólo se sirve el menú del día.