Opinión Javier Márquez Sánchez

Un Halloween tequilero

La noche del 1 de noviembre, en muchos hogares de México, la casa huele a cempasúchil, café recién colado y guiso de olla lenta. No es una noche triste. Es otra cosa. Es la víspera de una visita importante.

La noche del 1 de noviembre, en muchos hogares de México, la casa huele a cempasúchil, café recién colado y guiso de olla lenta. No es una noche triste. Es otra cosa. Es la víspera de una visita importante. Se barre el suelo, se limpia la mesa grande del comedor y se coloca ahí un mantel blanco que quizá ya no es tan blanco, porque lleva décadas saliendo solo en estas fechas. Sobre él empiezan a aparecer objetos que parecen corrientes cuando están sueltos, pero que juntos forman una declaración íntima: un altar.

Primero van las fotos. Ahí está la abuela con su peinado antiguo, el tío que contaba chistes verdes, el hermano que se fue demasiado pronto. Luego, las velas. Velas altas, velas bajas, velas que chorrean y dejan la cera hecha río amarillo. Después, la sal, el agua —para refrescar el camino de quienes regresan—, el pan de muerto espolvoreado de azúcar, y, claro, el aroma anaranjado, casi cítrico, de la flor de cempasúchil, que los mexicanos colocan marcando una ruta luminosa entre la calle y la ofrenda, como una pista de aterrizaje espiritual. Esa idea, que para un observador externo puede sonar poética, en México es literal: la flor guía.

El Día de Muertos no es Halloween. No es una fiesta de disfraces ni un susto prefabricado. Es un pacto. México, país que convive con la muerte a diario, decidió hace siglos perderle el miedo a fuerza de hablarle de tú. Cada 1 y 2 de noviembre se abren, dicen, las puertas entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El primero de noviembre llegan los niños, los “angelitos”; el día 2, los adultos. Se les recibe con comida, bebida, música, anécdotas. Lo importante no es recordar que murieron, sino recordar cómo vivieron. Por eso todo está lleno de color, de papel picado, de calaveritas que sonríen. Se encienden las velas no para velar, sino para celebrar.

Y en esa celebración siempre hay conversación. Nadie recuerda en silencio. Las familias se sientan frente al altar y empiezan a contar historias. “¿Te acuerdas cuando…?” es la frase más repetida del Día de Muertos. “¿Te acuerdas cuando el abuelo se dormía en la mesa con el sombrero puesto?” “¿Te acuerdas cómo tu tía bailaba rancheras con los ojos cerrados?” Ahí está el verdadero ritual: decir sus nombres en voz alta, volver a contar esas pequeñas leyendas domésticas antes de que se borren.

En muchos lugares, sobre todo en el occidente de México, hay algo más que suele colocarse sobre esa mesa: una botella de tequila. No como símbolo folclórico para turistas. Como algo mucho más directo. Es la bebida que esa persona tomaba, la que pedía después de comer, la que usaba para brindar en bodas y bautizos, o la que guardaba “para una ocasión especial” que —así es la vida— nunca llegó. Poner esa botella sobre la ofrenda es un gesto de cariño y de complicidad. Es decirle al que vuelve: “Aquí está tu sitio. Aquí está tu vaso. No nos hemos olvidado de ti.”

El tequila, al final, nace de la paciencia, igual que los recuerdos. Agave que crece lento bajo el sol, jimadores que cortan a mano las piñas maduras, cocción, molienda, fermentación, destilación y, a veces, crianza en barrica. Nada urgente. Nada instantáneo. Es lógico que haya terminado tan ligado a la memoria: no es una bebida que se bebe para olvidar; es una bebida que se bebe para acordarse. Mira qué ironía en un país que aprendió a mirar a la muerte de frente.

En pueblos de Jalisco y de otros rincones tequileros, la escena puede repetirse de mil maneras. Alguien sirve un trago pequeño. No es un “shot”, no es esa imagen agresiva de barra nocturna con sal en la mano y limón mordido entre risas. Es otra cosa. Es una copa corta, sostenida con ambas manos, que se acerca primero a la nariz. El tequila se huele antes de beberse. Uno busca notas de madera, de fruta cocida, de especia dulce, de humo suave. Y luego se bebe despacio, como si esa calidez en el pecho fuese un abrazo que venía haciendo falta desde hace un año. Hay casos en que se deja un caballito servido solo para la persona que ya no está. Nadie lo toca. Ese trago tiene dueño.

Y a veces se brinda. Se brinda por quienes se fueron, pero también por quienes se quedan. Día de Muertos tiene esa doble dirección: no es solo mirar al pasado; es también una forma de decir “seguimos aquí”. Las familias se juntan, aunque lleven meses sin verse. Los primos se encuentran otra vez en la misma mesa donde jugaban de niños. Los hijos escuchan historias que no habían oído. Los nietos preguntan: “¿Y quién era ella?” y entonces alguien les cuenta la historia entera de una mujer que ya no vive, pero a la que, de repente, el niño empieza a conocer. Lo que consigue esta fiesta no es pequeño: convierte a los muertos en parte activa de la conversación familiar.

En los últimos años, esa conexión entre memoria, oficio artesanal y celebración ha ido tomando también forma física en ciertos objetos de la cultura mexicana: piezas que no solo se beben, sino que se guardan. Un ejemplo reciente es la edición limitada anual de Día de Muertos que lanza Clase Azul México, una casa de lujo mexicana reconocida por sus tequilas y también por la manera en que convierte cada botella en una pieza simbólica.

Su entrega de este año, llamada “Recuerdos”, es la quinta y última de una serie iniciada en 2021, que dedicó cada edición a un aspecto sensorial de la tradición —Sabores, Colores, Aromas, Música— y culmina, precisamente, en la memoria. Se trata de un tequila añejo ensamblado por la maestra destiladora Viridiana Tinoco a partir de destilados madurados entre 12 y 38 meses en barricas de whiskey americano de primer uso, con parte del agave cocido en horno de pozo tradicional, lo que le aporta notas de madera ahumada, naranja, caramelo y clavo. Tinoco lo describe como “un nostálgico regreso a la cocina de mi abuela”, y lo define no solo como un destilado, sino como “un acto de amor que transforma la nostalgia en presencia”. La botella, de tono marfil, llega ilustrada por la artista mexicana Erika Rivera como si fuera una ofrenda rodeada de espíritus, e incluye un ornamento bañado en oro de 24 quilates que se abre como un relicario para revelar un camafeo de obsidiana, evocando los espejos que se colocan en los altares para que las almas puedan reconocerse. Esta pieza, creada artesanalmente en Jalisco tras más de 50 procesos a mano, es una muestra de hasta qué punto la tradición mexicana convierte el recuerdo en objeto físico, bello, casi sagrado.

Y quizá ahí está el punto final de todo esto. El Día de Muertos no es un día para llorar lo que ya no vuelve. Es un día para ponerlo todo sobre la mesa —literalmente— y decir: “Esto somos.” Somos las recetas que aprendimos mirando, las canciones viejas que aún sabemos tararear, la carcajada que heredamos sin darnos cuenta. Somos también la forma en que seguimos brindando por los que ya no están. Porque si el recuerdo se sirve, se huele, se bebe y se comparte, entonces el recuerdo sigue vivo. Y mientras siga vivo, nadie se ha ido del todo.