No, no es que se haya extendido una demencia generalizada por las calles de este pueblo; en todo caso, una locura maravillosa. Porque es todo el pueblo el que se echa a la calle una vez más para apoyar y participar en el Almería Western Film Festival (AWFF), una cita que en 2025 cumple sus quince años de historia y cuyo programa no solo ofrece proyecciones de novedades internacionales, sino también conferencias, exposiciones, conciertos, cursos, presentaciones literarias, recreaciones históricas y, por supuesto, una ruta de la tapa western. Para cualquier aficionado a la cultura e imaginería del lejano Oeste, Tabernas se convierte estos días en su Disneylandia particular.
Aunque no resulte una propuesta particularmente sencilla de defender (por temática y localización), el certamen no ha dejado de crecer año tras año, tal vez porque la experiencia resulta tan seductora que el que la vive, habitualmente, repite. La edición de 2024 finalizó con un importante incremento en sus cifras de espectadores y difusión, que se vio reflejado en la participación de un gran número de profesionales y público que en su conjunto alcanzó las 7.600 personas, con un crecimiento del 24% respecto a 2023.
Uno de los grandes atractivos del festival son sus escenarios itinerantes. Algunas actividades se desarrollan en el propio pueblo de Tabernas, en la plaza, el teatro o el castillo; pero otras invitan a los participantes a trasladarse a las legendarias localizaciones cinematográficas levantadas en el desierto –Fort Bravo y MiniHollywood Oasis–, permitiendo en ocasiones la experiencia mágica de ver un spaghetti western proyectado en el mismo saloon en el que se rodaron sus imágenes.
Unas judías con chorizo como seña de identidad cultural
En el imaginario del western clásico de Hollywood, la iconografía gastronómica es sobria y casi ascética: el vaso de whisky lanzado de un trago acodado en la barra de madera, el café negro en taza de lata junto al fuego, las judías humeantes en un plato de chapa, quizá un filete chamuscado en sartén. Esa frugalidad forma parte del mito de la frontera: el hombre solo, endurecido por el polvo y el sol, que apenas se concede un sorbo ardiente para templar los nervios o una ración rápida para seguir cabalgando.
El spaghetti western, sin embargo, ese que tuvo en el desierto de Tabernas su principal escenario natural, reescribe esa gramática con un código mediterráneo: pan de hogaza, vino a morro, guisos y estofados espesos donde asoman verduras y legumbres, cubiertos de madera… todo en una mesa que, aunque sea precaria, invoca siempre la posibilidad del banquete. La diferencia no es inocente: es una seña de identidad cultural que el cine italiano y español (ese que se dio en llamar chorizo western o paella western) injertan en el Oeste imaginado, desvelando que la épica también se cocina en ollas de barro.
El icono absoluto de esa “mediterraneización” del Oeste es Terence Hill en Le llamaban Trinidad (1970), apurando una sartén de judías con tomate con una cuchara de palo, una hogaza de pan y una botella de vino. La escena funciona como manifiesto: la comida no es mero accesorio, es un acto de afirmación. Trinidad no come como un vaquero taciturno de la Warner; devora como un campesino italiano después de una jornada de trabajo. La sartén de judías —en nuestra recepción ibérica, “con chorizo”— es una metáfora de abundancia, astucia y libertad. En la parodia luminosa que supone la película frente al cinismo acerado de las de Sergio Leone, ese atracón convierte al antihéroe en figura popular: no es el pistolero aristado por la moral protestante del esfuerzo y la contención, sino el pícaro mediterráneo que, cuando encuentra comida, celebra la vida con una risa de pan y vino.
No es casual que, con el éxito masivo de las comedias de Hill y Bud Spencer, surgiera el apelativo de fagioli western (el western de las alubias), la versión desenfadada del spaghetti western. Hay una conciencia plena de que la comida marca el tono y el territorio cultural del género. Donde Hollywood había codificado el whisky como lubricante social del saloon —un ritual de hombría y agresión contenida—, el western europeo propone el vino como carburante cotidiano, humilde, compartible. El whisky se bebe de un golpe, entre dientes, para aguantar la violencia; el vino se bebe a sorbos largos, a veces directamente de la botella, para alargar la charla, remojar el pan y bendecir el guiso. Ese simple desplazamiento líquido cambia la escena: la barra se transforma en mesa; el duelo, en sobremesa tensa; el gesto de engullir, en un acto sensual que hace visible el hambre y la pobreza, pero también el placer corporal.
Esa diferencia entre beber whisky y beber vino, entre tragar café aguado y sorber algo denso, habla también de estructuras morales. El Hollywood clásico asocia la ingesta a la ética del deber: comer para seguir, beber para soportar, café para no dormir. El spaghetti western, hijo de otra tradición narrativa, entiende el comer como pequeña fiesta –ya sea de vida o de muerte–, incluso cuando la miseria aprieta. Por eso el encuadre mediterráneo insiste en los ruidos de la cuchara, el chasquido del pan, el resoplido satisfecho; sonidos que sustituyen al sermón. La moral no se predica, se mastica. Y cuando la violencia irrumpe, lo hace a menudo cortando una comida –una irrupción que resulta doblemente sacrílega, porque el cuchillo que separa pan del pan se convierte en arma o advertencia–. De ahí que muchas secuencias se tensen en torno a una mesa: el duelo se cocina literalmente.
Un buen ejemplo de esto es el firmado por el propio Leone en la presentación del personaje de Lee Van Cleef en El bueno, el feo y el malo (1966). El pistolero llega a una casa donde un niño trabaja, una mujer prepara la mesa y el marido llega del campo. Este tiene un pasado oscuro, el que ha llevado hasta allí los pasos del pistolero. Ambos se sientan a la destartalada mesa de madera y comienza un baile de miradas mientras el pistolero se sirve de una olla de barro varias cucharadas de un guiso de patatas y comienza a comer. La tragedia se palpa en el aire, y el otrora, intuimos, criminal, hoy padre de familia, intuye cuál será su destino sin que el pistolero pronuncie una palabra. Y todo esto ocurre mientras este –interpretado por Cleef con su hieratismo habitual– no deja de comer. El festín que precede a la muerte.
Estos días, en el desierto de Tabernas, se suceden los festines. Pero no de muerte, sino de mucha vida. Festines de películas, de premios, de recuerdos, de homenajes, de sonrisas y, por supuesto, de tapas western.