Una magnolia salada, yo no sé si en realidad todos somos una magnolia salada, una magnolia -más exactamente- con trozos de madera a la deriva. Es raro que nos guste oler a esto, es raro que alguien se ponga a componer un perfume pensando que en algún momento podríamos querer oler a esto, y que lo haga en el contexto de una colección de perfumes nicho, sin más, sin explicar nada más, hasta que un náufrago como yo se lo encuentre.
Es lo que ha hecho Le Couvent. Una casa de perfumes nobles, sin duda, con Jean-Claude Ellena de perfumista, no hace falta decir más, pero entre todos ellos aparece Anori, blanco al principio, blanco y limpio, sexy, para que poco a poco la magnolia se vaya diluyendo, se vaya enjabonando, y del fondo aparezca una madera huérfana y salada, realmente a la deriva, sin que sepamos de dónde viene su dolor ni poderlo consolar. Una madera rota, que apenas flota, y la magnolia todavía está pero ya no es sexy y su fragilidad ha sido rasgada para que todos nos veamos no en ella sino a través de ella.
Luego por suerte tenemos momentos de euforia que nos devuelven a pensamientos más alegres; pero estamos solos, salados y solos, a la deriva y solos, y de vez en cuando vamos a dar con perfumes como Anori que nos lo recuerdan sin aviso ni contexto, sin comentario alguno de presentación, con un nombre que suena bien pero que no significa nada, por lo menos nada para mí, en mi provincianismo y mi ignorancia.
“I tot d’un cop ve la tendresa” escribe Lluís Llach en una de sus últimas grandes canciones, tal como Anori llega de golpe. No es habitual que la perfumería y la cosmética nos pongan ante un espejo tan profundo.
Cuando compré este perfume, a ciegas, lo probé y no me interesó y lo dejé junto los otros de la misma colección y no le hice más caso. Pero siempre de vez en cuando me esfuerzo en dar segundas y hasta terceras oportunidades, pasado el tiempo, a lo que de entrada no me interesó. Fue el caso de Anori el lunes, tras un mes o más en la estantería de la indiferencia. Me lo puse por la mañana, me olvidé de que me lo había puesto, y de repente, “tot d’un cop” como dice Llach, lo noté en mi mano en la Casa Macaya de Barcelona, atendiendo a una conferencia de Andrés Rodríguez, editor de esta revista; y lo noté justo en el momento en que la magnolia se volvía jabonosa y llegaba la madera naufragada de muy lejos, maltratada por la espuma y por las olas.
No tengo ni idea de si me gusta este perfume, ni en qué momento me podría gustar llevarlo. Sí que sé que ahora que lo he descubierto me distrae de todo lo que hago y no puedo dejar de olerlo. Me interesa más que cualquier otra cosa, y el olor a sal es tan punzante que ando por ahí lamiéndome la mano para ver si está salada. Absurdo, claro.
Este Anori introspectivo, tan perdido como nosotros, puede comprarse fácil por internet y difícil en las tiendas de España, porque por lo menos yo no he descubierto ninguna en la que esté. Merece la pena hacerse con él a ciegas. No sé si va a gustarte, pero seguro que te va a inquietar, a molestar, que es lo que en realidad tiene que hacer el arte. Apreciarás que te lleve de la inocencia al naufragio con tanta elegancia. Cuando sucede en la vida es igual de trágico, pero mucho más maleducado. El señor Ellena nos flagela, pero siempre con delicadeza.