Horacio, argentino y profesor de latín para más señas, acababa de encender un buen fuego en la chimenea de su salón cuando escuchó sonar el timbre. Afrodita -así llamaba él a la que fue su alumna antes que amante- se ofreció para acudir a abrir la puerta. Horacio le perdió de vista cuando ella se encaminó al hall de entrada. Por lo que afirma recordar Horacio, parece ser que alcanzó a oír el sonido del resbalón y el giro de los biseles, ligeramente chirriantes, un segundo antes de que un frío silencio invadiese todo el espacio en el que ambos se encontraban, aparentemente felices, en un momento anterior.
Es cierto que llevaban mucho tiempo confinados. Horas, días, semanas, quizás años. Demasiado tiempo y demasiadas botellas descorchadas. Habían encontrado en el placer de un buen vino una manera de huir, sin moverse, de su aislamiento forzoso. Empezaban a acumular muchos corchos. Demasiados. Los corchos se acumulaban en un búcaro como hojas de un calendario infinito. El búcaro había dejado de coleccionar flores secas para guardar historias de botellas ventiladas, vaciadas. Supongo que era una metáfora de su no muy larga vida en pareja. Un disco duro que se llenaba, cómo siempre acaban llenándose todos los armarios, de buenos y malos recuerdos.
• “¿Quién es?”, se atrevió Horacio a preguntar. No obtuvo respuesta. Se estaba acostumbrando a no tenerlas, pero eso es otra historia. Decidió acudir al hall a buscar respuestas y se encontró algo que incluso a él, tan acostumbrado a manejar declinaciones, le resultó complejo de comprender a simple vista. Su chica, su compañera en el viaje, estaba allí agarrada a la maneta de la puerta impávida y en silencio, mirando al visitante imprevisto que acababa de llamar al timbre. Si, allí estaba Afrodita como el que se mira en un espejo tratando de reconocerse, buscando algo que nos delate. Intentando encontrar una clave o pistas con las que identificar aquella grotesca imagen de sí misma que veía al otro lado de la puerta. Tratando de hallar, como en el juego, diferencias con la recién llegada. Señales que le pudiesen corroborar que no era ella misma, la misma persona que acaba de llamar al timbre.
Confirma Horacio que el invitado inopinado era un ser igual que Afrodita. O al menos una mujer exactamente similar a ella en lo material. Vestía y lucía mismos rizos e idéntica mirada. La que le enamoró cuando era sólo su pupila. Y aunque en este momento del relato todavía no se habría atrevido a tocar a la inesperada invitada, eran ambas tan similares, que pudo sentir que olían también exactamente igual. Recordó entonces Horacio lo que le enseñaba Ezequiel, su extravagante profesor de cata; “ver y oler son casi una misma cosa en la liturgia de saborear el fruto”. Luego venía el capítulo de la lengua y el de las papilas gustativas… Ahora no podía recordarlo bien. Muchas clases inacabadas. Maldita hora en que escupieron tantos tragos juntos buscando nuevos sabores. Momentos que sin duda desgastaron las neuronas de Horacio (y probablemente del experto Ezequiel), con tanto exceso etílico. Demasiado tráfico de ideas, emociones, sabores y sensaciones. Mucha hora punta de mesa, mantel, barra, boites y alguna que otra resaca solitaria. Y allí estaba él ahora, también algo petrificado, en el hall de entrada, mirando absorto a Afrodita y su clon.
• “Me mandaste a por leña. Y aquí estoy”, dijo la visitante. Afrodita no pudo ni siquiera articular palabra tras la afirmación de la recién llegada. Sostiene Horacio, como es justo señalar, que ellas no debían conocerse, ni mucho ni poco, aunque pensó luego que tampoco podría afirmar con total certeza que no se habían visto anteriormente. – “Al fin y al cabo, todos tenemos un conflicto interno permanente con nuestro alter ego”- trataba él de razonar para sus adentros. Nunca había dudado de esa patología que llevamos dentro y que multiplica nuestras personalidades o identidades, una o muchas más veces. Nuestro otro yo, o sus versiones, están por ahí cerca, aunque no queremos verlas. En ocasiones incluso estamos dispuestos a cruzarnos de acera, para no cruzarnos con él, o con ella. Y luego nos volvemos a cruzar, hasta mil veces, para acabar confundiendo incluso por cuál acera veníamos. Opinaba él, siempre con mucha vehemencia, que desde que empezamos a tener uso de razón aprendemos a mirar hacía otro lado y fingir que no nos reconocemos, aparentando como si nunca nos hubiesen presentado antes, a nosotros mismos.
Razonable o no, lo cierto es que de forma inesperada su amante se había multiplicado físicamente en otro ser similar, pero casi seguro que diferente en lo más profundo. Desconozco si fue por la embriaguez de las pócimas de buen vino, pero a Horacio se le escapó una exclamación entre dientes – “Jekyll, aquí tienes a tu Hyde” -, rememorando ese extraño caso que describió Stevenson, cuando huía a través de sus escritos de su isla del tesoro personal. Fue del autor escoces de quien recordó haber leído que “un amigo no es mas que una imagen que tienes de tú mismo”. Ahora su amada tenía un ser en quien mirarse y con quien compararse. Y a él, parecía que el destino le llamaba a tener que convivir con ambas; con Afrodita y su amiga. Para ella -sería más preciso decir ellas- otra amiga y enemiga, y también para él. Cruel y divertido hado. Trató de ocultar su sonrisa cuando pensó para sí mismo – “con amigos así, como uno mismo, ¿quién necesita enemigos?”-. Entonces sospechó Horacio, por un momento, que aquella situación inesperada, podría ser una oportunidad para salvar lo que pudiera quedar de su relación de pareja.
Todo este devenir de ideas, le trajo a Horacio memoria acerca de una botella que bebió la última vez que viajo a Mendoza, su ciudad natal en Argentina. Acudió al entierro de su padre y, aunque nunca había bebido antes delante de su madre, no pudo reprimirse durante el banquete que se celebró tras las exequias; el muerto al hoyo y el vivo a la botella. Sus amigos, conocedores de su reciente afición por la cata, trataron de que olvidase las penas con un vino que, recuerda bien, se llamaba “El Enemigo”. Guardaba aquel corcho con cariño en su búcaro de cosechas. Sabe bien Horacio, aunque le avergüenza reconocerlo, que se enamoró de aquel caldo por la leyenda de su etiqueta.
Ya que estamos intimando, no es cuestión que siga escondiéndote lector algunos detalles del otro yo de Horacio. Algo confuso, como todos. Después de haberte confiado estos extraños delirios, tendría que matarte al acabar de leer el relato, si no es que quisiese que te llevases algo bueno contigo, de todos estos vagos recuerdos suyos.
No, él no sabía mucho de vinos. Sólo se los bebía. Admito comprender que puede parecer raro enamorarse de la etiqueta de un vino, del adhesivo que llevan las naranjas en el súper o del código de barras de una tableta de chocolate. Sin embargo, una mente inquieta, como la suya, siempre podía entretener un buen o mal pensamiento, un argumento equivocado e incluso una mirada detallada sobre cualquier objeto o acontecimiento. Y ese vino, esa etiqueta, le recordaba algo que sabemos, pero tratamos de olvidar, el verdadero enemigo esta dentro, o como literalmente dicen por aquellos viñedos mendocinos: “Al final del camino sólo recuerdas una batalla, la que libraste contigo mismo, el verdadero enemigo; la que te hizo único”. Este recuerdo marcó a Horacio durante muchas noches sin musas (en especial, antes de que llegase Afrodita).
Ahora, empezaba a entender que la posibilidad de que ella tuviese un reflejo permanente de sí misma, podría servir para aplacar muchas batallas y contradicciones, suyas y de ella.
Reconoce Horacio que cuando conoció a Afrodita le cautivaron muchas cosas. Empezando por el nombre que le asignó, sin duda erótico y sensual. Así gustaba hacerlo con todas las mujeres que llegaban a su vida. Ahora tenía dos. Exactamente iguales. La quimera de cualquier orgía. Mentiría si afirmase que Horacio no se sorprendió en exceso. Simplemente se puso atento y, como siempre, pensativo ante la extraña situación. Algo excitado, no vamos a negarlo. Detrás de aquella mujer se encontraban muchas mujeres, como detrás de cada hombre que había conocido, con o sin copas de por medio. Conocer sus múltiples facetas era una aventura fascinante. Observarlas, respetarlas, sufrirlas o reírse con ellas, era estar vivo. Tener una presencia física permanente de sus otras personalidades, sería para ella la mejor manera de empezar a conocerse a si misma. Incluso se atrevió a aventurar Horacio que, tal vez, si esperaba junto a la puerta, podría llegar una tercera, una cuarta y quién sabe si alguna Afrodita más. Todas iguales pero cada una con sus momentos.
Trató Horacio de imaginar como sería su vida a partir de ahora. El continúo reflejo de Afrodita en el otro ser, le mantendría alerta ante si misma. Enfrentarse continuamente a una especie de autoobservación, le haría más amable y encantadora. Sus frecuentes incoherencias y cambios de ánimo estarían permanentemente escrutados por ella misma, o por su clon y viceversa.
Distraído con este razonamiento, por un momento temió algo Horacio que podría ser realmente catastrófico –“Tal vez esto no sea una buena idea”-, se dijo a si mismo, -“¿qué pasará si ambas deciden que yo soy el que actúo, respondo o me comporto de forma incorrecta?”-.
Me confió Horacio que asustado por la posibilidad de que ambas, tarde o temprano, pudiesen aliarse contra él, decidió actuar. Muy a su pesar, y antes de que fuese demasiado tarde, tenía que renunciar a las posibilidades y momentos que el trio prometía. Decidió entonces hablar a las chicas, que todavía se miraban algo confundidas. -¿Qué tal si nos besamos los tres?, les preguntó Horacio, como queriendo deshacer el hechizo.
Fue al fundirse en un beso, con ambas a la vez, cuando las dos súbitamente desaparecieron. Y se quedó Horacio una vez más sólo. Completamente solo. Como casi siempre estaba, especialmente cuando se ponía a recordar e intentar escribir. El suave chisporroteo de la leña le hizo parpadear.
-“Se está apagando el fuego”, se dijo para sí -“Y también el vino”- pensó mirando la copa de vino exhausta sobre su escritorio.
-“Saldré a por más madera. Vete descorchando otra botella”, escuchó sutilmente decir, como un susurro, a una delicada voz de mujer. Afrodita, supongo.
Siento no poder recordar más de lo que me contó Horacio de aquellos días y aquellas noches. Pero fueron sin duda buenos, como las botellas que se bebió. “Carpe diem, carpe noctem”, se decía a si mismo siempre que se iba a dormir. Y entonces se despertó…