Nombres propios

Un café con Baltasar Garzón

Un café con Baltasar Garzón
Foto: Getty Images

El nombre de Baltasar Garzón (Torres, Jaén, 1955) aparece en la mayoría de los casos de gran relevancia que han sido juzgados en España en los últimos 25 años sobre terrorismo, narcotráfico, corrupción política… pero estas acciones se pararon en 2012, cuando el Tribunal Supremo le expulsó de la carrera judicial y le condenó a once años de inhabilitación por la intercepción de las comunicaciones entre los máximos responsables de la Trama Gürtel. “Sentí frustración por que se admitiera a trámite una querella por un delito inexistente. Tengo la convicción de no haber cometido ningún acto delictivo”, asegura. Desde entonces, ha ejercido, entre otros cargos, de asesor de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional de la Haya y de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA en Colombia. Actualmente se está recuperando de la covid-19, que le ha dejado algunas secuelas molestas, y acaba de sumar un nuevo título a su obra literaria.

En tu nuevo libro, ‘La encrucijada: ideas y valores frente a la indiferencia’ (Ediciones Carena), analizas la sociedad que hemos conformado y abogas por cambiar las cosas. ¿Por dónde hay que empezar?

Hay muchos que hacer… principalmente cambiaría las actitudes, frente a la pasividad o la indiferencia, que es uno de los mayores males que nos afecta. Si el compromiso, la responsabilidad, los ponemos en primer término, de forma inmediata vamos a ir ganándole la partida a esa dejadez, que es consecuencia, en gran parte, de lo que nos está ocurriendo y que se refleja en una desazón, una falta de credibilidad en las instituciones y una pérdida de confianza en el servicio público.

Lo que potenciaría sería la movilización social, el compromiso de la responsabilidad, de la exigencia y de una revalorización del servicio público. Los ejemplos que nos están ofreciendo de una confrontación partidaria y partidista en la que sólo parece que se defienden intereses colectivos, cuando realmente se defienden cuotas y cotas de poder, nos deja un poco inermes, hasta el punto de que la sociedad le ha vuelto la espalda a la política y a la representación parlamentaria.

Es triste ver cómo, más allá de quienes tienen la obligación de atender desde los medios de comunicación a lo que pasa en la cámara baja o en la alta, el resto de la ciudadanía no se interesa porque piensan que todos mienten. Es terrible que, en una situación como la que vivimos de pandemia en el mundo y de necesidad de cambios, la gente diga que le vuelve la espalda y que la solución de sus problemas no está ahí, cuando realmente es ahí donde debería iniciarse esa solución.

Desde hace unos años eres una de las voces más relevantes del progresismo humanista en España. ¿El activismo progresista ha perdido presencia en la sociedad?

Sí, creo que es así, y no me refiero ya a las movilizaciones que condujeron en gran medida al cambio de sistema dictatorial a uno democrático en la Transición, sino que ha habido movilizaciones importantísimas frente al terrorismo cuando la democracia se ha puesto en riesgo. Aunque vemos que parte de los jóvenes se vuelve a motivar para movilizarse, por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático.

En otros países se está viendo ese resurgir quizás con mucha más fuerza; y en países latinoamericanos se han visto las movilizaciones frente a los staffs oficialistas de los gobiernos hasta tal punto de que se les ha hecho tambalearse, reflexionar, y están produciendo cambios también en las elecciones. Movilizarse es la única forma de atajar determinados comportamientos de la extrema derecha.

¿La justicia está politizada?

Quienes administran la justicia, como son los jueces o los fiscales, son operadores judiciales y tienen muchos ámbitos, muchas facetas y muchos niveles. Normalmente, la justicia responde a criterios de legalidad, independencia y responsabilidad. Para nada hay en los miles de juzgados de primera instancia o de instrucción ningún matiz de intervención o accesión política más allá de la ideología que cada uno tenga.

Un café con Baltasar Garzón
Foto: Jaime Partearroyo

Ahora bien, quizás en lo que respecta al gobierno de los jueces o de altos organismos judiciales sí se aprecia más que hay interferencias de la política, y eso es muy peligroso. El judicial es uno de los poderes, y la separación entre ellos es fundamental, pero separación no significa confrontación, sino cooperación y respeto mutuo.

Los jueces son un gremio muy codiciado por los grupos poderosos… ¿Deben tener mucha integridad y valores para no dejarse corromper?

Trato de reflejarlo en mi libro La encrucijada, donde dedico una parte importante al lawfare o guerra jurídica, que viene a significar la utilización del Derecho como un arma política frente a los contrarios, y en esa dinámica a veces los jueces y todo el aparato judicial se deja instrumentar. La instrumentalización de la justicia no viene sólo desde fuera, sino que también desde dentro responde a unos intereses muy concretos. La gravedad es máxima porque el ciudadano necesita confiar en la justicia, es su último baluarte en la defensa de los derechos. Si los jueces no demostramos esa integridad, estamos perdidos como sociedad. Por tanto, mi respuesta es que sí, que hacen falta unas grandísimas dosis de integridad y de responsabilidad, pero, sobre todo, de no confundir ámbitos y esferas, porque los jueces y las juezas no son poder judicial, sino administradores del poder judicial y de la justicia, ya que en la base de ese concepto está la auténtica democracia, pues la justicia no se administra en nombre del rey, eso es un fallo de nuestra Constitución, sino en nombre del pueblo.

¿Qué nota le pondría al ministro de Justicia?

Está empezando a desarrollar alguno de los proyectos que ya venían de antes y hay que esperar acontecimientos. Por ello, un seis y medio o siete estaría bien, pero siempre que avance en estas reformas, como la de enjuiciamiento criminal, que es fundamental; y como deficiencia, no sé si por su culpa o por la de otros, que el Consejo General del Poder Judicial no haya visto la luz ya, aunque esperemos que sea pronto.

Tienes una amplia trayectoria como autor. Cuando estás escribiendo, ¿qué alimentos no pueden faltar en tu mesa?

Depende del régimen en el que esté, pero como yo soy de Jaén nunca me quedo sin aceite de oliva, las aceitunas de mesa y las comidas tradicionales que me hacía mi madre, como un buen estofado y patatas en caldo, que son fundamentales. También soy muy de legumbres, de verduras, y siempre es importante la buena compañía.

¿Qué es lo más raro que ha comido en sus viajes?

Las delicatessen que te ofrecen en el mercado de San Juan de Ciudad de México, como los escorpiones, escarabajos o los escamoles, que son las huevas de termitas. Ese tipo de animales a mí me gustan, y aunque no son frecuentes en España, mi paladar se ha habituado a ellos desde hace tiempo. También me gusta el asado de Argentina. He vivido allí y no entendían que cuando era carnívoro –ya no lo soy– me comiera la carne casi cruda, y se empeñaban en que un asado tenía que estar bien pasado, y yo decía que no, que se perdían las características gustativas de la carne.