Nombres propios

Paca La Piraña: «Prefiero las patatas fritas al bogavante»

Fotografía: Celine Van Heel

Desde 1854, por la taberna La Carmencita, ubicada en el madrileño barrio de Chueca, ha desfilado todo tipo de gente. Desde artistas y poetas, como Benlliure, Galdós o Pablo Neruda, a toreros, como Bombita, pasando por miembros de la nobleza, como alguna duquesa de Alba, dictadores o coristas y, por supuesto, una amplia y variada parroquia que ha dado vida a la segunda taberna más antigua de la capital. Sin embargo, un lluvioso día de abril, su original barra de estaño y zinc –patrimonio de la Comunidad de Madrid–, sus sombrereras de latón y sus coquetas mesas de madera dan la bienvenida a un personaje que nada ha de envidiar a su ilustre e histórica clientela: Paca la Piraña. Y decimos personaje porque, debajo de las pelucas que arrastra en su maleta floreada, se esconde una mujer mucho más grande que su oronda fisonomía.

Francisca Aracil Cáceres (Almería, 1962) es de las que se echa más años encima para que, después, quien trate de adivinar su edad le diga eso de “qué bien estás”. De modo que con 58 años, ella dice que tiene 60. La edad, sin embargo, es un dato que se le queda pequeño. Como casi todo a su alrededor: desde su metro ochenta con tacones ella es capaz de desmontar cualquier prejuicio o etiqueta.

Lo saben quienes, a raíz de la serie Veneno, de Atresplayer, descubrieron no sólo a aquel icono de la cultura LGTBI española que paseó su cuerpo serrano por los regueros de aquel viejo Mississippi que lideraba el catódico Pepe Navarro, sino que quedaron hipnotizados por uno de sus personajes secundarios: Paca la Piraña.

Interpretándose a sí misma en este multipremiado biopic dirigido por Los Javis, devino en actriz revelación (de hecho, fue nominada en esa categoría para los premios Feroz). El desparpajo y la naturalidad que despliega en cada frase han hecho de ella una suerte de spin of de la protagonista de la serie, y estos meses ha demostrado sobradamente su identidad única con otros espacios creados para ella, como el consultorio Paca la Piraña, ¿dígame? o el programa de entrevistas Paca te lleva al huerto, ambos en Atresplayer, plataforma para la que hace unos sketches promocionales impagables.

Para entender a Paca, antes de que empiece a hablar, hay que ubicarla geográficamente. Su deje almeriense, con la boca bien abierta, sus -icos o las constantes picardías que suelta sin filtro con un tono entre rijoso y naíf, son algunos de sus rasgos inconfundibles. Al encargado de La Carmencita, a quien se refiere cariñosamente como “yogurín”, le pregunta si no sirven “camarero con nata de postre”, del mismo modo que se dirige a un francés que se declara fan tomándole por italiano con un “bambino, buen pepino”, para luego, cuando éste le cuenta que en París llevan meses cerrados, advertirle con sorna de que en Madrid le “van a abrir, pero bien”.

Fotografía: Celine Van Heel

Estas y otras salidas suyas pueden desconcertar a muchos, pero en cuanto rascas un poco no puedes evitar adorar a esta mujer de tomo y lomo que refleja mil y un matices de carácter. La Paca puede ser una transexual de pasado oscuro y una leona, pero también una mujer dulce e ingenua, una hija devota, una señora. Así que, en cuanto se quita la peluca y se acomoda en una mesa de la Carmencita, comienza a relatar en primera persona su propio festín.

Entrantes

“Soy la tercera de seis hermanos. Antes éramos dos niñas y cuatro niños, y yo el mayor de los niños; pero ahora somos tres y tres. Me crié con las monjas, en el internado de la Virgen del Pilar, en Almería. Entré con siete años, porque a mi madre le dio depresión. Al principio lloraba, porque yo era muy madrera. Ahora la cuido yo a ella, y me cuenta muchas cosas de cuando era pequeña, como que tenía unos ojos muy grandes nada más nacer o que mamé hasta los cuatro años”.

“Yo me podía sentir perfectamente mujer yendo de chico, porque dentro de mí, desde siempre, había una niña dormida. Entonces ya me daba cuenta de que los niños se iban a jugar con la pelota o los trompos, pero yo estaba siempre con mi hermana. Una Navidad hubo unos Reyes que fueron de los más abundantes, yo debía de tener unos siete años, y todavía éramos cuatro hermanos. A los chicos nos regalaron un fuerte de indios, unas pistolas con pistolera, un plumaje, arco y flechas. Y a mi hermana, una maleta muy bonita de cartón con un muñeco y una muñeca con su ropita. Ella se quedó con uno y yo con otro, y le cogíamos trapitos a mi madre para hacerles más cosicas. Hasta nos poníamos los cartones de los huevos recortados para darles teta a los muñecos”.

“En la calle me juntaba con las niñas y jugábamos a la goma, a la rayuela. Yo era la que mandaba, las organizaba a todas. Y un día, jugando al elástico, había que pisar y una niña lo hizo mal, y regañamos. Ella fue llorando a su madre: ‘Mamá, que el Paquito me ha echado y no me deja jugar…’. Y la madre salió y me dijo: ‘Oye, tú, maricón, vete con los niños’… Mi madre, que la oyó, salió, y se enfrascaron las dos, insultándose, tirándose de los pelos. Luego dejaron de hablarse una pila de tiempo, pero nosotras seguimos jugando. Ese día fue el primero que escuché aquella palabra: ‘Maricón”.

“Mis padres al principio lo pasaron mal, nadie quiere tener un hijo gay. Pero ya de pequeña me veían afeminado. Un día mi madre le dijo a mi padre: ‘Lleva al médico al niño, que parece que ha salido maricón’. Y me mandaron hormonas masculinas. De haber nacido hoy me habría gustado nacer hombre-hombre o mujer-mujer. Es que ser diferente se sufre. Aunque los gays hoy en día ya son un imperio. Un imperio romano, y se lo pasan bomba”.

Fotografía: Celine Van Heel

“Desde muy pronto me vestía de mujer y me ponía muy guapa, y al verme los amigos de mi hermano, que ya eran mocicos, me decían, ‘uy, qué buena que estás’, aunque también era guapo de chico. Ya me gustaban los muchachillos, pero ligaba más de mujer que de hombre. Así que me ponía sujetadores con rellenos y medias fuertes para tapar los pelos. Pero no tenía pechos ni nada, por eso empecé a ponerme hormonas”.

“Yo era un poco ignorante… y empecé a ponerme silicona en el pecho, sin mucho criterio, y como en aquella época tenía una pareja que quería que me pusiera como Pamela Anderson, me inyecté y me inyecté… Ahora están demasiado grandes. Tenía que haberme puesto prótesis. Pero, si Dios quiere, en cuanto ahorre me las quito. Aunque me da un poco de miedo. A ver si voy a despertar al monstruo”.

1º plato: ensalada mixta

Mi primer trabajo fue con 12 años, en una cafetería fregaba vasos y cucharas. Yo, cada verano, en vez de estar en mi casa tocándome el papo, trabajaba, y con lo que ganaba ayudaba en la casa y me compraba mis ropitas, era muy caprichosa. Al año siguiente entré en un bar, pero aquello era horrible, porque estaba siempre lleno, y ahí ya tenía que fregar ollas, y acababa muerta. También estuve en un bar de mi barrio haciendo tapas, no eran cosas muy laboriosas: lomo y cosas a la plancha. Recuerdo que lo que menos me gustaba era pelar los calamares”.

“Nosotros, antiguamente, cuando se celebraban las bodas o las comuniones, las hacíamos en cocheras. Poníamos una tabla con patas abiertas, y nos pasábamos toda la noche cocinando. Mi madre hacía muy rico el pollo y el conejo al ajillo, con su majado de pan frito mojado en agua y vinagre, comino, ajo crudo, ajo frito, tomate y un poco de azafrán”.

“Nunca he sido muy cocinera. Lo que sí he hecho mucho ha sido preguntar a mi madre o a mi hermana, que son buenas cocineras, cómo se hacía algo rico que me apetecía. Pero en realidad yo empecé a cocinar cuando me junté con mi marido, y ahí ya tenía 33 años, porque cuando convives con alguien ya no quieres hacer siempre lo mismo. Antes estaba sola, y cocinar para uno es otra cosa. Ahora, para salir del paso en la cocina, tengo mi sabiduría”.

“Lo que más me gusta en el mundo, y le doy las gracias a Cristóbal Colón por ir a América, son las patatas fritas, ése es mi manjar, me gusta más que el bogavante. Pero las buenas buenas. Y luego la comida que más me gusta de mi madre son los guisillos, con carne, verduritas y vino blanco. En Almería los llamamos así. Y la ensaladilla rusa”.

“Siempre he estado a dieta. Ahora sigo una no estricta, intento privarme de cosas que engordan. Me lo dice el nutricionista. Pero ha habido épocas en que estaba muy bien. Empecé a engordar cuando me separé de mi marido. Y luego dejé de fumar. Quiero perder peso por salud. Ahora en vez de Piraña soy una tiburona, una Moby Dick”.

“Creo que el sexo nos mueve más que la comida, porque da un placer relajante. Aunque yo, si tengo sueño, prefiero dormir a comer. A lo largo de mi vida me he dado cuenta de que la gente es muy pudorosa para el sexo, sobre todo los que no son del ambiente. Para mí era un trabajo y me da igual. Soy un diamante, no hace falta que me pulan. Y sí, digo ‘mi coño’, pero sin ser muy ordinaria”.

“Siempre he tenido sentido del humor, y como con 25 años empecé con el espectáculo, me gustaba que la gente se riera y lo pasara bien. Soy de chistes, pero no falto al respeto a nadie. Un día alguien le dijo a mi padre que venía de ver a la Piraña contándole lo bien que se lo había pasado, que qué guapa era y qué simpática. Y eso le tranquilizó”.

2º plato: escalope de ternera

Una vez tuve una novia. Yo, por mi genética masculina, también quería saber qué era eso y, con 18, con toda la burbuja hormonal, vino a casa una prima de mi madre con su hija, una jabatona, y primero le gustó mi hermano, que era muy guapo, pero él tenía novia y se interpuso. Yo nunca había estado con una mujer, sólo había tonteado con muchachillos, pero una noche de verano se metió en mi cama, ahí fue la primera vez. Recuerdo que había una lámpara con un ángel, porque yo colecciono ángeles, y con el ímpetu se me cayó encima y me cortó el rollo. Luego seguimos, me daba placer, pero no había atracción física, era una sensación muy rara. No era mi territorio”.

“Perdí la virginidad con un muchacho con bigote, muy guapo. Yo tenía 14 y él 19, y sí, cuando le veía me temblaba todo, más bonico…”.

Fotografía: Celine Van Heel

“Yo apoyo al colectivo LGTBI, pero también me gusta respetar a los que no piensan como yo. Mi educación me dice que hagas lo que quieras, sin molestar a otros. Mi propio colectivo soy yo. ¿Quieres ser mujer? Toma mi peluca. ¿Qué pie usas? Toma mis zapatos. Y condones… Lo que he procurado es ayudar a gente a que se busque su pan. La vida te enseña que lo que das, te vuelve”.

“He tenido mi sufrimiento, pero ha sido más interno, porque yo he tenido lo básico. Pero soy feliz por los jóvenes, muchos me preguntan cosas. Ahora para ellos el cambio de sexo es más fácil, pero el sufrimiento es íntimo, cada uno lo vive de distintas maneras”.

“Trabajando en una ferretería, conocí al primer mariquita. Él bromeaba, me miraba mucho, y yo… ¿y esta loca? Eran los 80, llevaba pelos de punky, y luego nos hicimos amigas. Un día fuimos a la playa, y de pronto veo a una que viene corriendo, con una cinta en la frente, hablando de Los Ángeles de Charlie, y ella se creía Farrah: ‘Ay, Charlie, que me quieren matar’, y disparaba. Desde el primer día nos hicimos mejores amigas hasta hoy. La Carmen. Ella, por vergüenza y por sus padres, no se puso pecho. Sólo se vestía y ya, pero se enganchó a las drogas. Ahora ingresada la tengo… Era la cabra loca y yo la sensata. La Carmen me sacó al mundo del ambiente, me abrió los ojos al mundo de la noche. Entonces había un sitio en Aguasdulces que se llamaba Almería la noche, y hacían espectáculos, y eso a mí de toda la vida me ha gustado. Era muy peliculera, cuando veía a Liz Taylor tan guapa en Cleopatra yo cerraba los ojos y pensaba que me gustaría vivir esa época”.

“Un día fuimos a ver el espectáculo, y salió una travesti muy guapa cantando This is my life [Eartha Kitt, 1986] y de repente se me metió toda esa música por el cuerpo y me dije, ‘quiero ser eso’. Otro día una de las que cantaban no fue, y el dueño nos preguntó si alguna sabíamos hacer algo. Y yo, como me he criado con los gitanos, dije, ‘pues a mí me gusta el flamenco, la rumba’… Así que me pusieron un vestido de flecos, me pintaron, me cardaron el pelo, me echaron laca y venga… salí a cantar una de María Jiménez: ‘Sensación, lo que siento dentro de mi corazón. Sensación, ya puedo vibrar y sentir tu amor…’. Ahí empezó todo”.

Yo quería llamarme Paca la Curra, porque mi padre era el Curro el taxista, pero como que no le hacía gracia a la gente. Tenía una dentadura muy bonita, y me acordé de que un gitano en la mili me dijo que con tantos dientes parecía una piraña, y de ahí me viene el nombre”.

“Antes era muy echá p’alante, pero ahora lo pienso y me digo, me podrían haber matado. En mitad de la calle, con la de cosas que nos han pasado… A nosotras han venido skinheads a matarnos, nos han pegado, nos han tirado piedras, latas de atún, hasta tornillos con tirachinas, naranjas, botellas de agua, una llave inglesa, de todo”.

“Una vez un cliente no tenía dinero para pagarme. Era un taxista, me contó que le había violado su entrenador, como en las películas, y tenía algo de trauma. Y al principio no, pero luego le cogió el gustillo. Yo le dije que gratis tampoco, va contra mis principios, así que me ofreció una lámpara, una enciclopedia o una vajilla. Y le dije, vale, trae la vajilla. Es bonita. Muy japonesa, toda blanca”.

“No me he operado. Yo me dije, ¿qué me compensa más, un techo o un coño? Y elegí mi casa. Además, he visto parejas de todo tipo, travestis juntas, parejas con sexo cambiado. Todo el mundo se hace su apaño, lo respeto”.

Postre: tarta de manzana

“Mi padre enfermó de cáncer de vejiga y murió, hace cinco años. Mi madre ahora ya es mayor y a veces discuto con ella. Ella dice que ve a los espíritus y yo la llamo vieja loca y chalá perdía, pero al ratillo ya se me ha pasado, porque una madre es una madre. Por muy mala o puta que sea, la tienes que respetar. Ya lo decía el Señor: honrarás a tu padre y a tu madre”.

Fotografía: Celine Van Heel

“Me pasé 25 años fuera de casa, pero todos los veranos volvía a Almería, a ver a mi familia. Siempre procuraba guardar algo, aunque fuera para gasolina, para estar en agosto, en la feria. Yo quiero mucho a mis hermanos, pero ellos tienen su vida. Y ahora noto como que me falta algo, no sé, una pareja, una ilusión. Desde que me separé de mi marido hace 20 años no he vuelto a tener pareja. Si hubiera sido sólo mujer, igual hoy sería una desgraciá, quién sabe. Pero sí me hubiera gustado tener mi marido y mis niños… He tenido mi instinto maternal, pero ahora no. Quiero disfrutar de mi tiempo. Estoy contenta de la familia que he tenido, no son perfectos, pero los quiero”.

“Ahora soy más miedosa, más que nada por salud, por si me da un ictus o algo. No bebo, no fumo ni tomo drogas. La droga la he catado; en mi mesilla de noche he visto una bolsa enorme y una pistola… Pero lo esquivaba como podía, porque no me sentaba bien, me daba angustia. Sólo cuando me invitaban. La droga te come la cabeza. Y yo sólo pensaba en mi hipoteca. Soy afortunada de que mis padres me avalaran, tenía una lucha, mi casa, mi casa, mi casa. Si me lo hubiera gastado ahora tendría a mi madre en un asilo. Y eso no”.

Ni copa ni puro: té verde

“Me habría gustado estudiar diseño de moda. Un tiempo estudié dibujo y pintura. Hice mi EGB, con las monjas, y eso a mí me vino bien. El temor de Dios me vino bien, yo quería ser una niña buena para que Él no me castigara. Los niños de la calle eran otra cosa, pero nosotros seguíamos una disciplina, y yo de pequeñita ya me lavaba los calzoncillos. Eso me enseñó a ser honrada y aplicada”.

Nunca he pasado hambre, ni necesidad, ni frío. Gracias a Dios. Y nunca he robado a nadie, ni a un cliente. Hay otras que les han sacado todo lo que han podido, pero yo no. Eso acaba mal… He ido siempre con la precaución de mirar a los ojos de la gente. Tenía instinto de observación. Y todos los días antes de salir decía, ‘Señor, que vuelva a mi casa sana y salva, que no me pase ná”.

“Soy creyente, lo que pasa es que con los años ya no sabes si hay Dios o no, porque si fuera así, anda que no quitaría a gente mala. Lo pienso cuando veo a esos niños de México. Que tus propios padres te tiren por una valla al desierto… es horroroso. Así que dentro de lo que cabe tengo que agradecer que me llamen para trabajar. Pero sé que esto es efímero, lo mismo en un año no me llama nadie”.

“Cada etapa de la vida tiene su momento y su manera de pensar. Yo, con la edad, me he vuelto exigente, cómoda y sensata. Antes todo me daba igual, pero el puterío sólo era trabajo, me daba igual uno alto o bajo, no había sentimientos. El secreto de ser una buena loba es que se vayan contentos para que vuelvan. He tenido clientes que han repetido veinte años, he sido una geisha… ¿Sabes qué pasa? Soy como una psicóloga o una madre, han venido a que les escuche, y como nunca he robado y siempre he tenido la casa limpia, muchos han vuelto y aún me llaman. Y en 2017 lo dejé”.

“Yo tenía previsto ya jubilarme en el centro de salud en el que trabajaba limpiando, con mi paguilla. Antes ya lo había hecho en Valencia, en una inmobiliaria, pero después de tantos años allí, el trabajo estaba flojo y quería acabar de pagar mi casa, lo hice con muchos sacrificios”.

“Me dice la gente que he sembrado y ahora estoy recogiendo la cosecha. Mi casa ha sido el coño la Bernarda. Por ahí ha pasado todo el mundo: mujeres, travestis, mariquitas, cualquiera que haya tenido un problema ha pasado por casa”.

“¿La fama? Por un lado estoy muy contenta, pero por otro, estoy rabiosa. Y no rabiosa por esto, que tengo que darle gracias a Dios, porque dentro de todo lo malo que hay en el mundo soy como una elegida suya… Pero si hubiera venido esto sin pandemia lo habría disfrutado más”.

“¿Ser famosa? Ya me dijo mi hermano, cuando hablaron de mí en el Congreso, que era un fenómeno social. ¡Pero yo sigo siendo la misma! Y si quieres hacer tortilla de patatas, llámame”.