Nombres propios

Isabel Coixet: Tokyo no se acaba nunca

Japón
Foto: Getty Images

Hoy solo me han preguntado ocho veces por qué me gusta tanto Japón, y aunque durante mi actual visita he visto mayoritariamente a personas japonesas, no hay gaijin (extranjero) que se resista a preguntármelo. Para abreviar y no entrar en detalles que me llevarían demasiada energía y explicaciones, no dudo en recurrir a los tópicos: la literatura (los dos Murakamis, Ryu y Haruki; Yasunari Kawabata; Mishima; Kenzaburo Oé; Yoko Togawa; Banana Yoshimoto…), la comida, el kabuki, el butho, el sake, el shochu, el shiso, el yuzu, los templos, la moda (Limi Feu, Tsumori Chisato,Yohji Yamamoto, Rei Kawakubo, Junya Watanabe), el cine (Kurosawa, Oshima, Kore-eda, Naomi Kawase)… Con unos cuantos nombres pronunciados rápidamente para que la pronunciación parezca mejor de lo que es, mis interlocutores se quedan tranquilos y yo puedo ahorrarme hablar a desconocidos que, normalmente, lo que quieren es que les recomiende un par de restaurantes donde se coma buen sushi. Es una de las cosas que, además de la retahíla de nombres citados, siento cercanas a mi corazón de este país, al que siempre regreso, bien sea para pasear o, como en este caso, para trabajar. Hemos rodado el último capítulo de Foodie Love, la serie que he creado para HBO y que se estrena el 4 de diciembre en Tokyo y sé que me esperan mas preguntas como: “¿Por qué ruedas en Japón?”. Hay ciudades y países de los que te enamoras incondicionalmente, y eso me pasa aquí. Sentarme en un establecimiento de ramen cualquiera, a poder ser en algún callejón de Koenji, sacar el tique de la máquina, dárselo al cocinero con una inclinación de cabeza, esperar el plato humeante, ver cómo sacude los noodles con un gesto preciso y absorber su fragante aroma… tienen para mí las connotaciones de una liturgia de la que nunca me canso. Sé que le he contagiado este virus projaponófilo a Laia Costa, la protagonista de Foodie Love, y sé que me lo agradecerá. Confieso que me molestan sobremanera los comentarios del tipo “qué país más raro”, “los japoneses no son como nosotros” o “qué cansancio, tanta reverencia”: los comentarios que solo revelan una cerrazón irracional que está en la base de todos los prejuicios del mundo y que contribuyen a hacer de este un lugar mas aburrido y estúpido, al que cada vez cuesta mas pertenecer sin sentir un acendrado sentimiento de vergüenza.

Siempre he pensado que, al descubrir un país nuevo, uno oscila entre la extrañeza y el reconocimiento mezclados; nos gusta sentir sorpresa y nos gusta también descubrir una cierta familiaridad en los territorios ignotos. Eso me pasa con Japón: perdiéndome por los barrios tradicionales (Koenji, Shimokitazawa), me fascina la escasa iluminación, las casitas bajas, los bares minúsculos con dueños que no ocultan su desdén cuando te aposentas en la barra (porque ocupas el lugar de los habituales), ese misterioso y oscuro espacio entre los edificios que teóricamente sirve para paliar daños si hay un terremoto, pero que para mí está cargado de misterios y de fantasmas… Me encanta vagar por estos lugares sin rumbo fijo, disfrutan- do de mi extrañeza, mientras experimento una cálida y prolongada sensación de déja vu. A través de los libros, las películas, los rostros, la danza y la comida he construido en mi cabeza un país con retazos y aromas y sombras de todo ello, un país que reconozco y amo y me alimenta, y que descubro y redescubro sin cesar con un placer infinito. Un país que solo a mí me pertenece y que ha inspirado muchas cosas, ambientes, detalles y pasiones en Foodie Love, ms seguramente de las que puede parecer: mi Japón.

*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 49, diciembre 2019-enero 2020.
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