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Historia de un plato: escribir con calamares

calamares en su tinta
Calamares en su tinta de La cocina de Frente (Ibiza, 40, Madrid) @Instagram

Era octubre en San Sebastián, el cielo estaba hecho de papel de aluminio y compartía una tortilla de patatas con Juan Mari Arzak, que es una de las mejores cosas que se pueden hacer en octubre, en noviembre y en diciembre, o en cualquier otro mes. Al día siguiente tenía mesa en Arzak y quise saber si habría chipirones de anzuelo: la temporada había sido mala y el molusco escaseaba como una persona honrada. Se trababa de una materia prima excepcional, de temporada, gravoso por la escasez y por la dificultad de la captura. Los caraduras acechaban con bichos de inferior calidad pescados en congeladores y con tintas de bolsa, sí, pero de plástico.

No quedó claro si habría o no porque es el azar lo que convierte la gastronomía en maravillosa. Al mediodía siguiente, cuando estaba ya sentado, Juan Mari me preguntó con esa sonrisa peculiar que le hace arrugar nariz y gafas: “Pero ¿tú quieres o no chipirones?”.
En su código quería decir que los había conseguido. Antes de la aparición de la brillante negrura, hubo bocados al menú degustación, desvestidos de demasía y juguetitos y con puntos de cocción magistrales: el crujiente de kabrarroka con kril y yema curada, el bogavante con telar de puerro y plátano, los carabineros con algas crujientes o el pichón con cremoso de jugo de trufa. “La tendencia ahora es que los platos estén más limpios, que haya menos show. Cocción y sazonamiento de la materia prima, y la creatividad, alrededor”, concretaba Elena Arzak.

Por fin, se hizo de noche con esos chipirones que no estaban en carta y cuya presencia se susurraba a los clientes de confianza. Ya en 1847 los Arzak daban de comer y de beber en este mismo sitio y los cefalópodos de luto formaban parte de la idiosincrasia del lugar. Elena recordaba cómo ella y su hermana Marta se enredaban los dedos en los tentáculos en aquellos veranos inacabables: “Ayudábamos a mi abuela Paquita y a la tía Serafina. Íbamos dos horas al restaurante, limpiábamos los chipirones y participábamos con el relleno. Me gustaba la textura tersa, el olor. Es un plato laborioso y delicado. El negro es un color elegante y misterioso”.

Sin pensar, de golpe, diríamos que el negro es un color poco gastronómico, que advierte del peligro más que del placer. Liberado de prejuicios, Massimo Bottura tuvo en el restaurante platos renegridos como el homenaje a Thelonius Monk, una merluza con ceniza, y otro titulado ‘Cómo se quema una sardina’, una crítica a los restaurantes que incineran las brochetas. En Mugaritz, Andoni Luis Aduriz presentaba una ternera con aspecto de tizón entre brasas de sarmientos.

Son tenebrosos como el interior de una cueva el arroz negro del Empordà (debido a la cebolla más que al pigmento de los cefalópodos), la pasta al nero di seppia, el mole oaxaqueño o el filipino adobong pusit. ¿Por qué preparaciones de lugares tan dispares se tiñen de duelo? En el caso de los alimentos con tinta parece claro: son platos de pescadores que solucionaban sus almuerzos a la brutesca, entintando las cazuelas. ¿Sabían o no que la tinta es tóxica en crudo? ¿Y a qué bobo se le habría ocurrido la ingesta del venenoso cóctel?

El refinamiento llegó con los recetarios, que recomendaban separar la bolsa de la vida, dicho de otro modo: reservar la materia colorante para añadirla después. Así lo recomienda Nicolasa Pradera en 1933 en La cocina de Nicolasa y Teodoro Bardají en 1935 en La cocina de ellas. También la receta de Arzak sigue el procedimiento: “Separar las tintas y guardarlas en una taza”. “Chipirones de dos bocados”, resume Elena, sin tentáculos, entre 6 y 7 centímetros. El contraste entre lo tintado, el albo del arroz y el dorado del pan. Extraordinarios, de suave tersura, una singularidad que identifica y señala a la cocina vasca. Las cuatro salsas identitarias son la negra, la roja, la blanca y la verde. Esta receta es y no es aquella que se remonta a los orígenes de la casa, a mediados del siglo XIX, porque ha sido aligerada de aceite y reducidos los tiempos de cocción. La evolución no tiene prisa. La revolución, sí.

El calamar es un escribano antiguo, que carga con la pluma y la tinta. Planea maniobra de evasión, escapar entre las sombras, pero queda atrapado en el brillo iridiscente del anzuelo. Y nosotros, en el negro de su escritura.

*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 50, febrero 2020.
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